Editorial

Caso Barros: tender las vergüenzas al sol

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La Iglesia en Chile atraviesa una de las crisis más graves de su historia reciente. La fría acogida al Papa durante su viaje al país el pasado enero, ya puso de manifiesto el desapego social hacia la institución, que no puede justificarse ni en la ingente secularización ni en el anticlericalismo de la clase política. La credibilidad de la comunidad católica ante el pueblo chileno se ha visto minada desde dentro.

En 2015, el Papa nombró a Juan Barros obispo de la diócesis de Osorno, un nombramiento cuestionado dentro y fuera del seno eclesial en tanto que varias víctimas de abusos sexuales por parte del sacerdote Fernando Karadima acusaron al prelado de haber sido testigo y encubridor. Lejos de calmarse los ánimos, el rechazo popular y mediático se ha disparado hasta hoy, con pruebas presentadas por los damnificados, las protestas de colectivos cristianos chilenos y por  la defensa pública de Barros hecha por Francisco.



Cuando el asunto se daba por cerrado, algunos flecos quedaron a la vista durante el viaje papal, lo que llevó a Bergoglio a encargar una investigación que ha dado un nuevo giro al relato. Así lo pone de manifiesto la carta enviada la semana pasada al Episcopado chileno, en la que el Papa pide perdón por haber “incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz”.

Esta misiva respira humildad bergogliana para reconocer los errores y valentía para rectificar e ir hasta el fondo del asunto, una cualidad de liderazgo que escasea. Pero, sobre todo, pone al descubierto la falta de transparencia y lealtad de quienes ejercieron de informadores en estos tres años. Tal es la tormenta que los obispos chilenos viajan en mayo a Roma, para una cumbre en la que no solo se deben depurar responsabilidades. Como reclama el presidente del Episcopado, Santiago Silva Retamares, urge una profunda renovación que vaya más allá de reparar el daño y recuperar la dignidad perdida.

Una vez más, se pagan las consecuencias de la errada práctica eclesial de tapar los abusos, cuando precisamente el verdadero escándalo es el encubrimiento cómplice. Es hora de abandonar un injustificable corporativismo que entierra principios evangélicos como la honestidad y la justicia, y desprecia al propio pueblo de Dios a través de las víctimas. El sencillo proverbio castellano de “al final todo se sabe” tiene la fuerza suficiente para advertir a todo colectivo de la necesidad de comunicar desde la verdad, aunque duela y conlleve tender todas las vergüenzas al sol. A la vista está que interiorizar y exteriorizar la tolerancia cero ante toda corrupción es tarea pendiente. Y no solo en la Iglesia chilena.

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