Editorial

Altura de miras ante la nueva plaza

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Por primera vez en la historia de la democracia española, una moción de censura ha propiciado la salida inmediata del Gobierno de Mariano Rajoy y la entrada en Moncloa de Pedro Sánchez. Este vuelco inesperado para la opinión pública añade un plus de inestabilidad a un país convulso desde el inicio de esta legislatura, con la cuestión catalana en plena ebullición y los flecos de la crisis económica de fondo. Sin embargo, no parece que el nuevo presidente vaya a convocar elecciones  generales de inmediato, en tanto que el PSOE necesita tiempo para reivindicarse con un programa progresista en lo social, que haga innecesaria la alternativa de la izquierda más radical.



En este discurso entran cuestiones que, de forma directa o indirecta, afectan a los católicos, como las leyes de la eutanasia y  LGTBI, reactivar la memoria histórica, derogar la LOMCE –con sus aristas sobre la asignatura de Religión–, la defensa de la escuela pública frente a la concertada, mayoritariamente católica… Estas iniciativas pueden espolvorearse, además, con amagos de revisión de los Acuerdos Iglesia-Estado o acabar con la exención del pago del IBI.

Sigan o no adelante las propuestas por los escasos 84 diputados del PSOE en el Congreso, los golpes de efecto están ahí. Veáse el guiño del propio Sánchez en su toma de posesión, como el primer presidente que eliminó el crucifijo y la Biblia del juramento.

Ante este giro político, cabe preguntarse cómo debe actuar Iglesia. Si no se responde con altura de miras, esta batería de propuestas socialistas pueden ser interpretadas como un ataque directo o una provocación. Responder desde la confrontación, enzarzarse y enrocarse como defensa, puede acarrear consecuencias letales, en tanto que pueden tacharla de institución reaccionaria ante gran parte del espectro social. La Iglesia no puede ni debe ejercer el papel de oposición política, y menos aún puede caer en el juego de que se la considere como tal o, peor aún, como el brazo ejecutor de otros.

En cambio, sí puede ser promotora y centinela de esta estabilidad que necesita España, si actúa desde las premisas que el cardenal Ricardo Blázquez expone en Vida Nueva: serenidad, búsqueda del consenso y servicio al bien común. Encomiendas que exigen apostar por el pacto y la negociación en los asuntos que le atañen, con maleabilidad, pero sin renunciar a sus principios éticos y morales, por ejemplo, al defender la vida o promover la libertad educativa y religiosa.Desde las divergencias, se puede dialogar y llegar a acuerdos fructíferos como los conciertos educativos en la era González o la financiación con Zapatero.

Es más, se han de potenciar y promover aquellos foros en los que se puede y debe ir de la mano con los poderes públicos, como la apertura de los corredores para refugiados o el recién anunciado Alto Comisionado para la Pobreza Infantil. Para ello, urge ponerse manos a la obra con una impronta proactiva y propositiva en quienes asumen el liderazgo en las diferentes instituciones eclesiales: Confer, Escuelas Católicas, Manos Unidas, Cáritas…

O la Iglesia da un paso al frente para compartir espacios en la nueva plaza pública o nadie va a ir a buscarla. Y lo que es peor: si renuncia a ello, se verá sin capacidad de reacción y a merced de lo que otros caricaturicen sobre ella. Para evitarlo, no estaría de más que la Conferencia Episcopal pusiera en marcha un gabinete interdisciplinar de técnicos que ejerzan de interlocutores permanentes ante la clase política, en los que se confíe la tarea de conocer, hablar, sondear, hacerse presentes y ejercer de puente directo, especialmente con el Gobierno de Sánchez.

Solo aterrizando la cultura del encuentro con la inteligencia, sensatez y una mirada evangélica con la que la está materializando el papa Francisco, la Iglesia podrá afrontar esta nueva etapa como un tiempo de oportunidades para ser anuncio y denuncia, y no de hostigamiento que la lleve a encerrarse en sí misma y a aislarse de la sociedad.

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