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Hermanas del Ángel de la Guarda: ser ángeles visibles hoy

Pequeños pueblos del sur de Francia y ciudades pequeñas –o no tan pequeñas– de España veían llegar un grupo de religiosas cercanas y sencillas, que se tomaban un “vivo interés” –decía la Fundadora– por aliviar y cuidar, proteger o enseñar a cuantos acudían a sus escuelas o comunidades. Otras veces salían ellas mismas a ofrecer esta ayuda generosa en medio de epidemias o guerras, tan desgraciadamente frecuentes en el S. XIX. Por eso, eligieron llamarse Hermanas del Ángel de la Guarda.

Luis Ormières era un hombre bondadoso y compasivo, dispuesto a ayudar en la medida de sus posibilidades y, cuando estas le resultaban insuficientes, implicaba a quienes estaban a su alrededor con el fin de “hacer el bien, siempre y en todas partes”. Sencillo y descomplicado, jovial y emprendedor, se ganaba con facilidad amigos de toda clase y condición. Quienes le conocían decían de él: “Destacaba muchísimo en la caridad, sobre todo con los pobres y obreros”.

Apasionado por la Palabra de Dios, estudiaba y oraba a diario la Sagrada Escritura: “Vayamos nosotros mismos a la escuela de nuestro divino Maestro”. “Los Evangelios, la Sagrada Escritura, nuestra regla y guía”, decía. La celebración de la Eucaristía era el centro de su jornada y, en medio de la desbordante actividad que caracterizó su vida –fueron más de sesenta fundaciones entre Francia y España– siempre mantuvo su vida interior y la sabiduría evangélica en su escala de valores. “No había más que verlo, para sentirse atraído a Dios, sabía sacar de la más sencilla conversación, abundante materia de provecho espiritual”, decía Mons. Francisco Jarrín, uno de sus amigos. Tuvo en S. Pablo, S. Francisco de Sales y S. Vicente de Paúl, los modelos de su espiritualidad, de su abnegación de sí y de su entrega apostólica.

“Mártir de la caridad” le llamó su obispo cuando casi muere contagiado al  acudir a la población de Comus (cerca de Quillan, su pueblo natal). Recibió una medalla del Gobierno francés “por su entrega”. Ese espíritu lo transmitió a las Hermanas. En 2007, las Hermanas recibieron un  reconocimiento en Montauban (Francia) por proteger, a riesgo de sus vidas, a un grupo de judíos durante la Ocupación, hasta que esta ciudad fue liberada.

Entendía la educación como “un verdadero apostolado, un segundo sacerdocio”. “¿No mirará como hecho a él mismo lo que hagamos por los niños? Los que hayan enseñado a muchos el camino de la justicia brillarán como estrellas por toda la eternidad”. Para él, enseñar era más que instruir, era educar a la persona y evangelizar: “Hacer verdaderos discípulos es nuestro fin”. “No es un templo lo que vamos a preparar al Señor; vamos a formar hijos de Dios”. Ensayó métodos nuevos para atraer la atención de los ‘rudos’ niños y jóvenes del campo francés del S. XIX y para captar su atención con una enseñanza eminentemente práctica más que teórica. En un momento en que las niñas estaban excluidas, no en teoría pero sí ‘de hecho’, del sistema educativo, Luís Ormières comenzó a fundar escuelas en  muchos de los pequeños pueblos del sur francés, en el entorno de Toulouse.

Esta obra no puede entenderse sin la Madre San Pascual. Una educadora nata. “Es preciso mostrar a los niños una amable sencillez. No basta quererlos, han de notar que se les quiere”. Era una mujer “hábil para discernir”, de una gran fortaleza interior y, a la vez, delicada y sensible. Su alegría y su dulzura movían los corazones y su firmeza la hacía decidida y constante hasta el fin. Desde muy joven había sentido la llamada a la Vida Religiosa y profesó en las Hermanas de Saint Gildas des Bois (fundadas por el P. Deshayes en Beignon), donde era una persona considerada y respetada por sus hermanas, que le confiaron importantes responsabilidades. Hoy nos unen, a ambas congregaciones, lazos de fraternidad y amistad.

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