Una reflexión sobre el dogma de la Inmaculada


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El papa Francisco, en el día de la Inmaculada, multiplicó por tres el homenaje tradicional que los pontífices rinden a María: no solo visitó la columna que hay dedicada a ella en la Plaza de España, sino que antes rezó ante el icono que tanto le gusta conservado en la Basílica de Santa María la Mayor, y después en la iglesia de San Andrea delle Fratte, lugar de una aparición milagrosa. Gestos que no despiertan asombro en un Papa que desde el principio ha mostrado una particular devoción a la Virgen con sus innumerables visitas a la imagen de la ‘Salus Populi Romani’ y a los santuarios marianos en el curso de sus viajes.

Esta predilección suya, acompañada por un estilo e comunicación muy simple que todo el mundo entiende, le ha valido la etiqueta por parte de muchos de Pontífice cercano al pueblo y a sus devociones. Por decirlo de una forma menos diplomática, un Papa considerado demasiado simple, excesivamente a mano, privado de profundidad teológica. Pero estos observadores han sido apresurados y superficiales, sin escuchar el verdadero significado de las palabras de Bergoglio, que no son solo comprensibles, sino que también están cargadas e enseñanzas teológicas y espirituales.

De hecho, en el ángelus del 8 de diciembre, dedicado al episodio de la Anunciación, el Pontífice profundizó en el significado de las primeras palabras que el ángel dirige a María, “llena de gracia”. Quiere decir que María “está llena de la presencia de Dios. Y si ella está habitada por Dios, no hay lugar en ella para el pecado. Es algo extraordinario, porque todo en el mundo, por desgracia, está contaminado por el mal”.

Es una reflexión sobre el dogma de la Inmaculada Concepción que nos hace ver en María, ser humano único y especial, precisamente una singularidad –estar llena de la presencia de Dios– directamente ligada a la maternidad, es decir su valiente aceptación de convertirse en puente entre Dios y la humanidad permitiendo la Encarnación.

El centro de la fe cristiana

La devoción mariana no solo es protectora, sino que nos lleva al centro de la fe cristiana, al corazón del misterio de la Encarnación sin el cual no existiría el cristianismo. Por tanto, la nueva religión nace del coraje de una mujer jovencísima, a la que Dios pidió permiso para obrar el milagro. La aceptación de María frente a una perspectiva misteriosa y sobre todo socialmente peligrosa para ella –un hijo que nace fuera del matrimonio– abre las puertas a la salvación de la humanidad.

Además, una sencilla reflexión –y el papa Francisco lo sabe bien– sobre este episodio casi increíble en una sociedad en la cual la voluntad de las mujeres ni siquiera era tenida en cuenta, hace comprender lo revolucionario de las enseñanzas de Jesús. Como canta la propia María en el Magnificat, el Salvador viene para derrocar las jerarquías sociales, para establecer un nuevo orden en el que los débiles (y las mujeres, débiles entre los débiles) tendrían más importancia que los poderosos.

Referirse a María quiere decir despertar la potencia revolucionaria de las enseñanzas evangélicas, y recordar a una institución que se muestra como compactamente masculina que debe todo a una mujer.