¿Políticos o pastores?


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Es la pregunta que puede hacerse el presidente venezolano al recibir el mensaje papal de rechazo a su Constituyente; o cuando lee el severo cuestionamiento del cardenal Baltazar Porras: “todo intento de permanencia en el poder, burlando la decisión popular, es un camino torcido; deslegitima, por tanto, y le quita la sustancia que debe tener todo poder constituido (…) Muertes violentas, miles de heridos, la silenciosa pérdida de la calidad de vida y hasta los muertos por desnutrición, la falta de alimentos y de medicinas es un cuadro dramático que clama al cielo”.

¿Es un político o un pastor? Se debe preguntar Maduro lo mismo que Donald Trump después del anuncio de “oposición frontal” del episcopado a su reforma migratoria, calificada por los obispos de “discriminatoria y contra familia”, “les da la espalda a los que buscan una vida mejor; no reconoce los aportes de los migrantes a la Nación”.

Parecieron políticos también los obispos de Brasil que, a través de su Comisión para la Acción Social, denunciaron la alianza del gobierno Temer con el gran capital; al tiempo que reclamaron por el desempleo, la quiebra del orden democrático y la pérdida de la legislación laboral y social.

Fueron más allá e increparon a la sociedad para que se implique más en la vida política, y a la propia Iglesia le pidieron valentía profética: “debe ser una voz firme en una sociedad que promueve unas formas de esclavitud”. Para concluir perentoriamente: “el mayor enemigo del pueblo es el propio gobierno”.

Reacción de péndulo

¿Políticos o pastores?

La pregunta suele tener el tono agrio con que los laicistas hiper-sensibilizados rechazan que la Iglesia haya abandonado las sacristías y como “Iglesia en salida” en las calles haga coro con los manifestantes.

Es la reacción de péndulo que hoy se mueve entre el extremo de los que reclaman el predominio de lo religioso sobre lo secular, que en la historia tuvo episodios emblemáticos como el de los papas y obispos que coronaron reyes y gobernantes, una imagen que acompañó la teoría de una Iglesia como poder superior al de cualquier gobernante.

En el otro extremo el péndulo encontró la separación total de lo secular y lo religioso, de modo que la actividad política no tendría relación alguna con lo religioso.

Entre esos dos extremos aparece la posición de equilibrio: nada de partidos católicos o cristianos y, en vez de esa posición, la opción preferencial por los pobres, la toma de posición a favor de los perseguidos, encarcelados, golpeados en Venezuela; o en favor de los migrantes latinos o musulmanes en Estados Unidos; o de los más pobres y desfavorecidos en Brasil. Es una posición política, pero no partidista, ni de los políticos.

¿Pisa terrenos vedados la Iglesia cuando en Brasil pone en tela de juicio las políticas sociales, o en Estados Unidos se pone del lado de los migrantes, o cuando en Venezuela condena la Constituyente y denuncia una dictadura?

La Iglesia negaría su esencia si se mantuviera indiferente frente a la injusticia o el irrespeto a los más pobres. Aunque se llame demagogia a esa posición, es lo que debe hacer como aplicación de su anuncio del amor de Dios en el mundo. Tanto, que se podría pensar en un mundo sin rituales, pero no en un mundo sin esa presencia histórica del amor de Dios que activan, o deben activar, todos los que creen en Dios. La fe cristiana, lejos de ser un asunto privado y personal, es pública y política.

Ese papel público, sin embargo, no significa control sobre los asuntos públicos ni poder alguno. La imagen evangélica es clara cuando compara la acción del reino de Dios con la sal y la levadura, que son pequeñas porciones suficientes para penetrar y cambiar toda la masa.

Esto es algo que supera cualquier idea de partidos o sistemas democráticos o socialistas, que también podrían desaparecer con tal que el amor y el cuidado por los más débiles no desaparezcan del mundo.

Por tanto: ¿políticos o pastores? Parece claro que pastores políticos, pero con una política de servicio, no de poder.