Pentecostés y los nuevos lenguajes


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La fiesta de Pentecostés nos muestra ese momento en el que un grupo de hombres y mujeres atemorizados se transforman en personas nuevas. Lo que ocurrió ese día se expresó a través de signos: el viento, un fuerte temblor, el fuego, el don de lenguas. Esos signos indican que la transformación de esos seguidores de Jesús “vino de lo alto”, no fue fruto de una decisión colectiva que se adoptó ese día, no nació de un “plan pastoral” rigurosamente elaborado ni fue la idea de algún personaje iluminado. Lo que ocurrió fue que “vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento”.

Ese viento “que sacudió la casa en la que se encontraban” tuvo un primer efecto sorprendente: “Comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía que se expresaran”. Los que los escuchan quedan perplejos: “Pero estos ¿no son todos galileos? ¡Y miren cómo hablan! Cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua”.

¿Qué quiere decir ese misterioso signo? ¿Qué nos dice a nosotros, dos mil años después, en tiempos de globalización y redes sociales?

Nuestra generación, por ser la más conectada y comunicada de la historia, quizás sea la que más necesita comprender este signo. Quizás en esa multitud de mensajes que se intercambian segundo a segundo, imposible de cuantificar, se esté gestando en nuestro tiempo un nuevo lenguaje que permita una comunicación diferente o, por el contrario, ese intenso intercambio global de todo tipo de datos nos conduzca a una nueva Babel, en la que infinidad de idiomas mezclados e incomprensibles derriben toda posibilidad de convivencia en paz.

Palabras que acerquen a las personas

La construcción de puentes en lugar de muros —que propone Francisco— incluye también la capacidad de generar palabras, lenguajes, signos, que sirvan para acercar a las personas y a los pueblos; para reparar heridas, lograr acuerdos, buscar consensos. En esta tarea, los creyentes no solo deben invocar el Espíritu; además es necesario realizar un largo y sostenido esfuerzo en el cual quienes trabajan en los medios de comunicación deberían destacarse como los primeros constructores de mensajes y pensamientos capaces de facilitar una mejor convivencia.

En su mensaje a los comunicadores del año 2016, el Papa decía: “Hago un llamamiento sobre todo a cuantos tienen responsabilidades institucionales, políticas y de formar la opinión pública, a que estén siempre atentos al modo de expresarse cuando se refieren a quien piensa o actúa de forma distinta, o a quienes han cometido errores. Es fácil ceder a la tentación de aprovechar estas situaciones y alimentar de ese modo las llamas de la desconfianza, del miedo, del odio. Se necesita, sin embargo, valentía para orientar a las personas hacia procesos de reconciliación”.

Como siempre, Francisco es claro y no son necesarios demasiados comentarios. La tentación es sembrar llamas de desconfianza; la valentía consiste en animar procesos de reconciliación. Es suficiente recorrer poco tiempo los medios de comunicación o las redes sociales para descubrir quiénes se dejan llevar por la tentación y quiénes son verdaderamente valientes.

El coraje no se demuestran disparando resentimientos y prejuicios, insultando, agrediendo o descalificando. Las personas valientes hablan de otra manera: “Es hermoso ver personas que se afanan en elegir con cuidado las palabras y los gestos para superar las incomprensiones, curar la memoria herida y construir paz y armonía. Las palabras pueden construir puentes entre las personas, las familias, los grupos sociales y los pueblos”, recuerda también el Papa en ese mismo mensaje.

¿Se trata, entonces, de una comunicación cargada de palabras bonitas que, a gusto de los oyentes, faciliten actitudes y pensamientos alejados de la dura y desafiante realidad? No fue eso lo que hicieron los discípulos transformados en Pentecostés; muchos murieron mártires por el rechazo que provocaban sus palabras de amor y esperanza

No es tampoco el caso de Francisco —que en muchos aspectos se parece a un “fuerte viento que sacude la casa”—, a quien muchos, también desde la misma Iglesia, descalifican y hasta desprecian, precisamente por ser portador de mensajes y gestos de reconciliación.

No son los discípulos más que el Maestro, que “pasó haciendo el bien” y murió entre insultos y escupitajos perdonando a quienes lo mataban.