Para leer en Semana Santa


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El mundo cristiano conmemora todos los años su muerte durante la Semana Santa. Pero, ¿qué se sabe de su vida?, ¿por qué fue condenado a la muerte de cruz y ejecutado en las afueras de Jerusalén?, ¿qué pasó después de que murió en la cruz?, ¿por qué influyó en sus contemporáneos y todavía está dando de qué hablar?

De su vida sólo se sabe lo que cuentan los evangelios, cuyo propósito no era reconstruir su biografía sino recordar lo que había dicho y hecho. Sin embargo, entre líneas se puede leer que este hombre que se llamaba Jesús y se apellidaba “de Nazaret” había nacido en Belén, era hijo de José y de María, soltero, predicador de profesión y de religión judía.

Un relato concreto

Los evangelios cuentan que las gentes lo seguían por los caminos, para verlo pasar se subían a los árboles y en cierta ocasión, para acercarse a él, desentejaron una casa. Narran encuentros de Jesús con un cobrador de impuestos que se llamaba Zaqueo, con un ciego que se llamaba Bartimeo, con una mujer que se llamaba María Magdalena, a quienes el encuentro con Jesús les cambió la vida. Registran que anunciaba la cercanía del reino de Dios, como reinado de amor y justicia, de solidaridad y paz, de verdad y vida.

Y qué decía: felices los pobres, los que lloran, los perseguidos, los que tienen hambre. También dicen que no ayunaba; que violaba el descanso sabático para curar a la mujer encorvada, al ciego de nacimiento o al hombre de la mano seca; que se metía con hombres y mujeres de “dudosa ortografía” y se sentaba a la mesa con los que el mundo judío llamaba “pecadores”.

Cuentan que por revoltoso, por cuestionar el orden establecido y por blasfemo –argumento para juzgarlo fue haberse declarado “hijo de Dios”– el procurador romano, a instancias de las autoridades judías, decretó su condena, juzgándolo por rebelión contra el imperio. Y registran, también, que fue crucificado, que al tercer día resucitó y decidió quedarse con sus seguidores en la eucaristía.

Compartir el amor

Narran, asimismo, encuentros de discípulos con el Resucitado. Como el que vivieron en el camino de Emaús, dos de ellos, que reconocieron a Jesús Resucitado cuando partió el pan. Que es lo que seguimos haciendo en la eucaristía cuando reconocemos que el hombre que se llamaba Jesús y le decimos el Cristo, el que nació en Belén y murió en Jerusalén, está realmente presente en la comunidad que parte el pan para compartir el amor de Dios.

Los evangelios muestran a Jesús como un hombre de Dios, no porque revelara verdades o doctrinas, sino porque, en cada encuentro, quienes fueron capaces de abrir los ojos reconocieron en él la presencia de Dios. Como también porque hablaba de Dios y hablaba con Dios.

Tres escritos extrabíblicos de la antigüedad –el historiador judío Flavio Josefo, el historiador romano Tácito y el procurador romano Plinio el Joven– registran que existió un hombre llamado Jesús a quien le decían el Cristo y mencionan a sus seguidores, los cristianos. Nada más.

La pregunta

Pero, ¿quién era ese hombre llamado Jesús a quien sus seguidores llamaban el Cristo, que quiere decir el Mesías, el enviado de Dios? ¿Quién era para los que en él reconocieron la presencia de Dios y creyeron en él, lo siguieron, se hicieron discípulos suyos y más tarde contaron lo que había hecho y dicho? ¿Y quién era para los que no pudieron reconocer en él la presencia de Dios, porque el Dios que Jesús descubría no coincidía con la imagen que se habían hecho o sus enseñanzas incomodaban, para los que se escandalizaron con sus atrevimientos, para los que comenzaron criticándolo y terminaron condenándolo como blasfemo? Tanto los que lo siguieron, como los que lo condenaron, debieron hacerse la pregunta.

La respuesta es la que el evangelio de Mateo pone en labios de Pedro: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,13-16). Pero fue después de su muerte en la cruz cuando los discípulos, reunidos en las comunidades de creyentes, comenzaron a entender quién era y qué era lo que había hecho, reconocieron que en Jesús actuaba el Espíritu de Dios, vieron en Jesús de Nazaret el rostro de Dios y lo proclamaron como “el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Que es la confesión de fe de la iglesia de todos los tiempos que repetimos en el credo que nos llegó del Concilio de Nicea, reunido en el año 325 para definir la relación de Jesús con Dios: “Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y las invisibles, y en un solo Señor Jesucristo Hijo único de Dios”.

Y esta es la razón por la que no pasó al olvido y sigue dando de qué hablar este judío que vivió y murió hace dos mil años condenado por querer subvertir las estructuras del poder religioso y por denunciar las las injusticias que se cometían con los excluídos y las excluidas de la sociedad de su tiempo.