Entre el odio y la paz


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Las reacciones que se han producido por la entrega de armas de las FARC muestran a Colombia como un extraño país enfrentado al insólito dilema: o el odio o la paz.

Se odia a las FARC, es un deporte nacional odiar a la guerrilla, como resultado de sus abusos y de la campaña de odio promovida, con eficacia comunicacional destacable, por una oposición que parece haber descubierto el potencial electoral del odio; se desconfía del Gobierno y de sus acuerdos con la guerrilla, que se miran como concesiones excesivas otorgadas como parte de una política oficial.

Se les cree más a los sentimientos que a los hechos, de modo que el odio, las adhesiones fanáticas o los rechazos viscerales, manipulados por los grupos políticos, rinden resultados electorales sin que el razonamiento sereno o los programas sesudamente elaborados tengan posibilidades.

La actividad delincuencial de grupos armados ilegales: el Cartel del Golfo, dedicado al narcotráfico; las bandas criminales constituidas por antiguos paramilitares; grupos de las FARC que se han separado de los dirigentes que firmaron los acuerdos y el ELN, que combina las acciones terroristas con las conversaciones de paz en Quito, crean un clima de inseguridad y desconfianza que esteriliza los esfuerzos para consolidar la paz.

La desconfianza

Otro efecto de esa situación es el de la desconfianza frente a los hechos con que se manifiesta el logro de la paz. Lo que la opinión internacional aplaude como una victoria del presidente Santos, en el interior del país se mira con reserva y desconfianza.

Aparte del ambiente adverso que crean los intereses y odios políticos de un país que ha entrado en un año preelectoral, están el rechazo a las FARC, el cansancio por los casi cinco años de las conversaciones de paz en La Habana y, sobre todo, la percepción inducida por la oposición, de que en la mesa de conversaciones con las FARC el Gobierno entregó todo con tal de obtener la victoria política del anuncio de la paz.

Así, el episodio de la entrega de las armas puede ser visto o como un último y definitivo paso hacia la paz o como un avance hacia otro paso, este sí definitivo, el del desarme de los espíritus.

Hay mucho odio detrás de ese 81% de colombianos con opinión desfavorable sobre las FARC; hay un 64% que los quiere fuera de la política. Y hay un 71% que no aprueba que puedan tener su propio partido. Son mayoría los que no los quieren como compañeros de trabajo y los que les negarían trabajo en sus empresas o negocios. Cuando se preguntó si consentirían en tenerlos como vecinos o como compañeros de estudio, la mayoría dijo NO.

En un país así de radicalizado, se explica la indiferencia con que ha sido vista la entrega de armas de la guerrilla y la urgencia de acometer una operación desarme de los espíritus.

Las actividades de preparación de la visita papal de septiembre giran alrededor de ese desarme.

Interrogado sobre el resultado deseable de esa visita, el embajador de Colombia ante la Santa Sede fue categórico: “el Papa viene a blindar espiritualmente el proceso de paz, o sea, a recuperarle al país la capacidad de pensar en la dignidad de las personas, en los derechos humanos y en la necesidad de generar convivencia”.

Es un desafío al que el país podrá responder con el esfuerzo para tener un alma nueva, distinta de la que le dejó en trizas una larga violencia.