Sobre los papas y el problema de la renuncia preventiva


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El cardinal italiano Giovanni Battista Re, quien, a sus 83 años ha ostentado todas los puestos posibles en uno u otro momento de su larga carrera en el Vaticano, reveló esta semana que san Juan Pablo II le enseñó dos cartas de renuncia que Pablo VI había dejado escritas en caso de sufrir alguna enfermedad discapacitante y fuera imposible para él actuar por sí mismo.

“Pablo VI estaba preocupado por una possible discapacidad futura, un grave impedimento que no le permitiera llevar a cabo su ministerio” dijo Re, “y quería estar preparado”.

Y no es una mera especulación de Re, ya que él es uno de los legendarios “viudos de Benelli”, en tanto que fue asistente del cardenal Benelli, mano derecha de Pablo VI y su sustituto en la Secretaría de Estado del Vaticano.

En realidad, la “revelación” de Re es lo más parecido a una confirmación, porque sabemos desde hace 16 años que Pablo VI guardaba tales cartas, después de que el obispo Pasquale Macchi, sacerdote-secretario del Papa, publicara su libro Paolo VI Nella Sua Parola (“Pablo VI, en sus propias palabras”) en 2001.

En la página 129, Macchi escribió: “Pablo VI, después de hacer testamento, preparó una carta de renuncia para ser revelada en caso de que sus condiciones no le permitieran seguir gobernando la Iglesia de manera adecuada”.

Pablo VI escribió su testamento el 30 de junio de 1965, lo que significa que la carta se escribió algún tiempo después. Nunca se reveló puesto que Pablo VI permaneció lúcido hasta su muerte en 1978.

La diferencia con Benedicto XVI

Nótese que este es un caso diferente del de la renuncia del Papa Benedicto XVI en febrero de 2013, porque Benedicto estaba en perfecta posesión de sus facultades cuando renunció. En lo que pensaba Pablo VI era una situación en la que el papa pudiera sufrir un ataque, caer en un coma y por tanto siguiera vivo, pero incapaz de actuar por sí mismo.

Supuestamente, Macchi tenía la orden del Papa VI que si esto ocurría, debía dar la carta al decano del Colegio Cardenalicio, quien entonces declararía la sede vacante y reuniría a los Cardenales a Roma para elegir un sucesor. (Aparentemente, la segunda carta de Pablo estaba dirigida a su Secretario de Estado, dándole instrucciones para que urgiera al Colegio cardenalicio a aceptar su renuncia).

Hay que decir que Pablo VI no era el primer papa en anticiparse a las circunstancias en las que su propia renuncia podría efectuarse, incluso si él mismo no pudiera anunciarla. Pío XII dejó instrucciones para su renuncia en caso de que los nazis lo secuestraran durante la II Guerra Mundial, diciendo: “Lo que consiguen es al cardenal Pacelli, no al papa”.

La Iglesia por encima

Todo ello, por supuesto, refleja la noble idea de que la Iglesia es más grande que cualquier individuo, y un deseo de poner sus intereses por encima de los de cualquier persona. También refleja la posibilidad real –y cada vez mayor- de que, dado que las tecnologías médicas y los tratamientos disponibles en el siglo XXI, las personas puede mantenerse con vida aunque sus condiciones debilitantes no les permitan tomar decisiones por sí mismas.

El parkinson de Juan Pablo II se hizo patente ante los ojos del mundo a finales de los 90 y principios de los 2000, provocando especulaciones sobre la posibilidad de que él también hubiera escrito tal carta, aunque el cardenal Stanizlaw Dziwisz, su asistente más cercano y de alguna manera el hijo que nunca tuvo, lo negó.

Debate sin resolver

El problema es que, ya entonces los canonistas dieron vueltas y vueltas sobre  si tal carta de renuncia sería válida bajo los terminos del Código Canónico, y el debate nunca se resolvió.

El principal artículo de la ley de la Iglesia referente a la renuncia papal es el canon 332: “Si el Romano Pontífice renunciase a su oficio, se requiere para la validez que la renuncia sea libre y se manifieste formalmente, pero no que sea aceptada por nadie”.

La palabra clave, según muchos expertos es “libre”. A los ojos de algunos, significa no solo en el momento en que la carta de renuncia se escribe, sino cuando tiene efecto. Si un papa está en coma, ¿cómo sabemos que es su decisión de renunciar libremente en ese momento?

Esta idea se reforzaría con el canon 187 que dice: “El que se halla en su sano juicio puede, con causa justa, renunciar a un oficio eclesiástico”. La lectura fundamental sería que la persona que renuncia tiene que estar en “su sano juicio” en el momento, no una década antes, cuando la carta fue escrita.

Esa era la opinión, por ejemplo, del conocido canonista P. James Provost, quien poco antes de su propia muerte en 2000 escribió en América: “Él (el papa) debería estar en posesión de sus facultades mentales en la fecha en la que la carta sea finalmente fechada para que sea válida canónicamente”.

Nadie querría empezar un nuevo papado bajo una nube de dudas sobre su legitimidad, lo que significa que la renuncia preventiva puede que no resulte una buena estrategia para la salida después de todo.

Un nuevo mecanismo

Por esta razón, algunos expertos han sugerido que la ley canónica debería incluir un mecanismo para declarar la sede vacante si un papa es incapaz de hacerlo por sí mismo, tal vez un consenso del Colegio de Cardenales, por ejemplo.

No obstante, la idea de declarar un papado finalizado mientras éste está vivo, y sin su consentimiento claro, se enfrentaría a enormes problemas canónicos, teológicos y politicos. Como resultado, muchos dicen que lo más práctico sería una especie de “regencia” en la que los poderes para cubrir asuntos inmediatos e inapelables (nombramientos de obispos, por ejemplo), pasen a otra persona.

Algunos observadores dirían que, de facto, la Iglesia ha tenido esos periodos de regencia antes, más recientemente durante los últimos meses de Juan Pablo II (aunque en ese caso, era a veces difícil decir quién mandaba exactamente).

Afortunadamente, no hemos tenido que ver a un papa incapacitado, pero es una situación que se puede dar. Pero llegar a un modo satisfactorio de tratar el problema es siempre duro, puesto que si hablas demasiado o demasiado públicamente sobre estas cosas, alguien dirá que es irrespestuoso con el actual papa, incluso que es un intento político de debilitar su mano haciendo parecer que su fin está cerca.

Cuando escribía sobre esto, allá por el 2000, un cardenal me dijo que no deberíamos crear un estado del miedo poniéndonos en lo peor. Yo le contesté que eso es exactamente por lo que la gente paga seguros, para no tener que vivir con el miedo a lo peor, sabiendo que estarán cubiertos si llega el caso.

Tal vez lo que necesitamos es una comisión de investigación formada por canonistas y otros expertos, nombrados por el mismo papa, para encontrar una salida a este espinoso asunto. En la ausencia de este paso, somos como esa gente que conduce sin seguro de accidentes, apostando para que nada les pase, pero sabiendo, siempre, que sí puede pasar.