La reforma de la Iglesia es impulsada por el Espíritu


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Hace ya bastante tiempo que se habla de cambios y reformas en la Iglesia y, aunque habitualmente se usan esas palabras como sinónimo,s parece necesario hacer algunas distinciones. Cambiar no es lo mismo que reformar; en el segundo caso se da por supuesta una continuidad, se trata de lograr una nueva forma para misma institución. Los cambios, a diferencia de las reformas, implican dejar de ser de una manera para comenzar a ser de otra.

Encontrar los términos exactos para describir lo que se pretende realizar no es una cuestión menor, ni un excesivo cuidado semántico. La inmensa y rica historia de la Iglesia nos muestra que ella ha sido, a lo largo de los siglos, una institución con una extraordinaria capacidad de reformarse a sí misma; conservando su identidad, ha ido adquiriendo las formas necesarias para responder a los desafíos que cada época y cada cultura le fueron planteando. Desde los primeros instantes de su vida, cuando debió salir del entorno judío en el que nació y abrirse al polifacético mundo de las más variadas culturas, la Iglesia se fue reformando con una sorprendente creatividad.

Tan importante como encontrar las palabras indicadas es tener claro los motivos por los cuales llevar adelante una reforma eclesial. En esto nuevamente la historia es la maestra: las sucesivas y profundas transformaciones de la Iglesia tuvieron como objetivo justamente conservar su identidad en medio de las diferentes realidades en las que debía desplegar su vida y su actividad. Constantemente, ese objetivo ha sido ser fiel al mandato original, a aquello que le da sentido y permanente actualidad: hacer presente al Maestro de Nazaret en cada tiempo y lugar, anunciando la Buena Noticia de Jesús de manera clara y comprensible.

Por estar inmersa en las profundas y aceleradas transformaciones sociales, políticas, económicas y de todo tipo que se experimentan en nuestra época, la Iglesia se ve como empujada a encontrar su propia manera de vivir entre nuevas realidades. Es en ese contexto que se hace necesario recordar las palabras y las motivaciones precisas. Es urgente tener esto en claro porque no es lo mismo, por ejemplo, precipitar algunos cambios espantados por los escándalos de los abusos sexuales de clérigos que procurar una profunda reforma para anunciar con más eficacia el Evangelio.

Seguramente los escándalos de cualquier tipo hacen necesarios ciertos cambios, pero sería un error confundir esas modificaciones disciplinarias con la impostergable reforma a la que está llamada la Iglesia para ser fiel a sí misma y al Evangelio que anuncia. Distinguir ambos niveles es necesario también para comprender la inmensidad de la tarea que se tiene por delante y la dimensión del desafío que enfrentan el papa Francisco y todos los que comparten con él las responsabilidades de conducción de este proceso. Son tiempos para conservar la serenidad, para tener una visión amplia y a la vez profunda que permita dar los pasos necesarios para acompañar esa valentía evangélica que en cada encrucijada de la historia ha sabido tener la Iglesia.

Caminar juntos

En este contexto es necesario entender la última Carta al Pueblo de Dios del Papa Francisco y su reciente constitución apostólica Episcopalis communio. No se trata solo del algunos cambios urgentes y necesarios para enfrentar dolorosos problemas. El motivo inmediato estará marcado por esas situaciones, pero la propuesta va mucho más allá. Una reforma profunda y auténtica de la Iglesia no debería tener como motivación los pecados y crímenes de algunos de sus miembros, por graves que fueran, sino la voluntad de ser fiel al Evangelio y a su anuncio.

Los pasos que va dando el papa Francisco nos muestran el camino de una reforma que trasciende la coyuntura, estamos avanzando hacia una Iglesia sinodal, descentralizada, desclericalizada, es decir, muy diferente de la que teníamos hasta hace muy poco tiempo, pero eso no quiere decir otra Iglesia diferente de aquella que nació en Pentecostés. Al contrario, la reforma apunta a volver a ser aquella Iglesia, con su vitalidad, su creatividad, su valentía.

Tomar conciencia de la profundidad y complejidad de la propuesta de Francisco nos permite también comprender la virulencia de la resistencia a la que se enfrenta la comunidad en su conjunto, no solamente el Papa. Quienes rechazan el camino conducido por este Papa comprenden quizás mejor que nadie la profundidad de las reformas emprendidas. Justamente se resisten y demuestran tanta violencia porque saben hacia dónde conducen las decisiones que se están tomando, ven que no se trata de cambios superficiales que dejarán las cosas como estaban antes, sino que se avanza hacia una Iglesia en la que ya no habrá lugar, entre otras cosas, para esos privilegios y abusos de poder a los que algunos estaban acostumbrados.

Pero tampoco hay que confundirse sobre el origen del desafío que se enfrenta, sería un error plantearlo como un reto que los nuevos tiempos le presentan al Papa Francisco y que él debe resolver. Estamos ante un desafío que el mundo contemporáneo le plantea a la Iglesia en su conjunto y por eso es por lo que todo el Pueblo de Dios ya está dando una respuesta. El Papa lo que hace es ponerse delante en ese camino que la comunidad está transitando. Por eso no hay vuelta atrás, porque son los pasos que el Espíritu está impulsando en la Iglesia para que la Buena Noticia de Jesús siga siendo vivida y anunciada con renovado entusiasmo.