La Iglesia y el miedo en tiempos de cambios


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A medida que van pasando los años en este tiempo de la Iglesia marcado por la presencia y la palabra del papa Francisco, va quedando más patente la dificultad inmensa de llevar adelante las transformaciones que este Papa propone.

Las enseñanzas de Francisco, en forma de exhortaciones, homilías, discursos y todos los medios que utiliza, son recibidas con entusiasmo, pero lentamente van quedando en el olvido. Parecen la semilla de la parábola del sembrador que cae entre espinas y “las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas la ahogan, y no puede dar fruto” (Mt. 13, 22). Va pasando el tiempo y cada día es más fuerte el contraste entre las palabras del Papa y la realidad de las Iglesias locales y, también, de la Iglesia en todo el mundo.

Es cierto que hay experiencias de compromiso con el Evangelio que son extraordinarias y que muestran comunidades vivas y entusiastas, pero antes de Francisco, y en todas las épocas esas, experiencias siempre han existido. Lo que despertó Francisco fue la esperanza de un cambio profundo en las instituciones, en las maneras de actuar y en la forma de presentar el mensaje; y demasiadas cosas siguen pendientes.

Es urgente reflexionar a fondo sobre las causas de esta resistencia a los cambios que propone el Papa y que no son, nada más y nada menos, que los que propone el Evangelio. El mayor peligro reside en que esta situación se prolongue hasta acostumbrarnos a escuchar a un pastor que invita a algo que en la práctica parece irrealizable; acostumbrarnos a las palabras bonitas que se estrellan contra estructuras indestructibles. En este caso ya la comparación no sería con la semilla caída entre espinas sino con aquellas caídas al costado del camino, es decir, “cuando alguien oye la Palabra del Reino y no la comprende, viene el Maligno y arrebata lo que había sido sembrado en su corazón.” (Mt 13,19).

El miedo

Cuando hablamos de estructuras que impiden los cambios fácilmente nos imaginamos estructuras de poder, de dinero, de conveniencias políticas; el Banco Vaticano, los palacios episcopales y ese tipo de realidades. Pero hay estructuras más sutiles y, sin embargo, más rígidas y difíciles de modificar. Una de ellas es el miedo a las novedades y a cualquier tipo de cambio. No se trata de un fenómeno solo eclesial sino mucho más amplio: el mundo en el que vivimos está perplejo ante lo desconocido. El hombre y la mujer de nuestro tiempo que —al menos en occidente— hasta hace poco soñaban con un progreso imposible de detener, ahora parecen desconcertados ante esta criatura que ha salido de sus manos, y que no solo no ofrece seguridades y desarrollo sino que a su paso siembra violencia e injusticia.

Cuando jóvenes ciegos por el odio y las ideologías arrojan coches sobre gente inocente; cuando los que tienen en sus manos el poder de destruir el mundo juegan con fuego lanzando amenazas; cuando el 90 por ciento de la riqueza está en manos del 10 por ciento de la población; cuando es preferible ahogarse en el mediterráneo que vivir en el infierno; cuando pasan estas cosas día a día, no hay manera de ser cristiano y a la vez buscar una vida cómoda y confortable.

“No tengan miedo”, por algo el nazareno repitió tantas veces esas palabras a sus discípulos. Todo lo que Él anunciaba era novedad, su invitación era para seguirlo hacia lo desconocido; su mensaje no era para quienes buscaban seguridades. En este tiempo el mensaje sigue siendo el mismo: lo que nos debería asustar es lo conocido, no la novedad. Lo que ya conocemos nos ofrece una falsa seguridad que nos hunde en el miedo que paraliza; en cambio, la propuesta de Jesús, que repite Francisco, es una invitación a superar los miedos a fuerza de confianza. El peligro está en encerrarse, ya sea en palacios o en ideologías, la seguridad está en abrir las puertas y caminar hacia la novedad y la intemperie. Entonces la semilla caerá en tierra buena, y dará fruto, “ya sea cien, ya sesenta, ya treinta por uno.”