La hora de la homilía


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Había leído en la hoja parroquial que en este domingo el evangelio sería el del sermón de las bienaventuranzas y esperó ansioso la homilía.

Los textos debió leerlos en la hoja con sus referencias a los humildes de la tierra, a los locos e insignificantes, y habían aumentado sus expectativas.

El equipo de sonido amplificaba la voz del celebrante, pero había que escuchar con cuidado: la defectuosa dicción, la mala graduación del volumen, los carraspeos de la electrónica, hacían difícil entender. A pesar de eso supo que las bienaventuranzas son un camino que conduce a una buena vida cristiana. ¿Y en qué quedaban los pobres y los humildes de la tierra de Sofonías? ¿Y los locos, los débiles y los insignificantes que enseñan a enorgullecerse en el Señor, de San Pablo? ¿Había encontrado el predicador alguna relación entre estos textos y el evangelio de las bienaventuranzas?

Esta pregunta le revivió la sensación de desperdicio que le generaban las homilías. “¿Por qué sucede esto?”, me preguntó.

Hablábamos de esto a la salida de la misa del domingo. Otras veces habíamos comentado que las homilías improvisadas son un desperdicio de oportunidad.

—¿Y qué se puede hacer? —le pregunté.

—Cualquier cosa que se haga será ganancia —me respondió irónico.

Recordé una confidencia del Papa. Le había pasado lo de quedar con la mente en blanco y preguntarse sobre el contenido de su homilía del día siguiente, hasta concluir en la consulta con la almohada. Al día siguiente, dice Francisco con candidez, el problema había sido superado. No es asunto de consultar libros, exégesis o sesudos artículos de teología, es cuestión de vida de oración.

—Pero, ¿la oratoria? —me interrogó—. Se necesitan unas mínimas condiciones.

“Un predicador que no se prepara es un estafador o un charlatán vacío”

—Se necesitan, pero no son lo más importante. He escuchado homilías en tono de conversación, con errores de sintaxis, con repeticiones, pero dichas con tal sinceridad que le doy la razón al Directorio Homilético: “la homilía no es solo comunicar bien. No basta la técnica, hay que llevar a Cristo en cada palabra”. Buen predicador no significa buen orador. He llegado a pensar que a los buenos oradores sagrados les cuesta trabajo hacer buenas homilías porque para hacerlo deben someter su ego. Pero no quiero salirme del tema: las buenas homilías no se preparan en bibliotecas ni en escritorios cargados de libros, sino en intensa oración, así podrán ser formas de compartir lo que la oración revela.

—No había pensado eso. Yo imaginaba al curita tomando apuntes en su escritorio, estudiando lo que pasa y su relación con el evangelio —me dijo mientras encendía un cigarrillo. El tema lo apasionaba.

—Hay algo de cierto en lo que dices. Una recomendación para las homilías es que no se conviertan en un sermón sobre temas abstractos. Ni siquiera en clase de religión o de catecismo.

—Entonces, ¿qué? —me preguntó impaciente.

Lo que uno necesita en ese espacio dominical es alguien que reflexione desde el evangelio lo que está pasando. ¿Por qué persiguen a los cristianos en el mundo? ¿Por qué un niño de 15 años mata a su maestra, a unos compañeros y se suicida? ¿Por qué la corrupción se ha vuelto más peligrosa que la guerra? Todas las semanas uno llega a la misa con una carga de preguntas y necesita saber cómo se ve eso desde el evangelio.

El cigarrillo casi le quemaba los dedos de lo concentrado que estaba en el tema.

—Sería chévere que fuera así. ¿Eso puede cambiar?

Redondeé la conversación con ayuda del Directorio Homilético en el que había leído:

Se improvisa demasiado; la homilía debe contar con dos ayudas en su preparación: mucha oración y mucha consulta a la gente para conocer sus necesidades y sus expectativas.

Darle el tono de quien comparte, ese tono amistoso de quien comparte una experiencia, un descubrimiento o un buen momento.

Lenguaje simple, de quien conversa en la mesa con los amigos. Al fin y al cabo, la Eucaristía es eso. Una cena en la que se conversa y se fortalece el amor a los hermanos.