El invisible hilo que une la política y la fe


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Hubiera sido mucho más fácil quedarse en la sinagoga enseñando a esas buenas gentes a cumplir la Ley, a ser judíos intachables, a formar familias ejemplares, hombres justos que viven las mejores tradiciones de Israel. Tenía ya unos treinta años y desde niño participaba de esas tradiciones, sin lugar a dudas muy buenas y llenas de sabiduría acumulada durante siglos. ¿Para qué salir a los caminos a encontrarse con leprosos y mendigos? ¿Para qué acercarse a esos hombres y mujeres impuros que seguramente habían cometidos graves pecados, ellos o sus padres? ¿Por qué no quedarse en casa y desplegar allí, entre sus familiares y amigos, esos dones extraordinarios que tenía para enseñar con palabras sencillas y conmovedoras las verdades más profundas?

Pero no se quedó en casa. Lo que tenía para decir no cabía en las palabras. Ni siquiera él, con su inagotable capacidad de expresión, era capaz de expresar solo en palabras lo que tenía en su corazón. Tenía que salir, tocar el dolor, abrazar niños, hablar con prostitutas y muchos otros de mala fama; hablando desde esos lugares sus hermosas palabras sonaban diferente, no solo eran verdad, también eran creíbles. Desde allí, desde los márgenes de esa sociedad injusta y cruel —como casi todas—, sus enseñanzas no eran solamente conceptos sino también gestos, actitudes, signos; además de ternura y denuncia. No solo enseñaba, transformaba la vida de quienes se acercaban a él y se dejaban conmover por esa manera nueva, atrayente y desafiante de vivir.

Llovieron entonces todas las críticas y las amenazas. Quizás los que no lo seguían lo comprendieron mejor que sus discípulos, bastante torpes. Quizás aquellos que no estaban dispuestos a escucharlo, entendieron inmediatamente que mientras que esas bellas palabras se dijeran en el Templo o en discusiones teóricas, eran inofensivas; pero que dichas desde esos caminos polvorientos y acompañadas por esos sospechosos personajes, se convertían en palabras amenazantes. ¿Qué amenazaban? Sus cómodas maneras de vivir y de pensar, sus plácidas vidas en un mundo que era como era y que así seguiría siendo se hiciera lo que se hiciera.

La tensión creció hasta que fue insoportable, hasta que llegaron a una conclusión tan simple como cruel: era necesario silenciarlo. Silenciarlo para siempre. Lo que ese hombre hacía había superado los límites de la religión y se había convertido en política. El orden del Templo y el frágil equilibrio entre judíos y romanos estaba en peligro. Era demasiado lo que había en juego como para permitir que ese Galileo lo pusiera en cuestión. Entonces fueron ellos los que mezclaron política y religión: utilizaron su poder político para solucionar un tema religioso. Aquel que hablaba de Dios como un Padre misericordioso y cercano fue asesinado por quienes veían en ese mensaje una amenaza para sus creencias y privilegios. No fue Jesús quien mezcló política y religión sino quienes lo mataron.

Conflictos actuales

Desde entonces un hilo fino y frágil, casi imperceptible, mantiene unidos el mensaje cristiano y las consecuencias políticas de ese mensaje. Lo vivieron las primeras comunidades de cristianos y la historia entera de occidente es un interminable ejemplo de esa tensión no resuelta.

Ahora nuestra América Latina, piadosa y creyente; a la vez que injusta y desalmada, es otro doloroso ejemplo. Venezuela y su crisis interminable, Colombia y su trágica guerra interna; Argentina y sus divisiones profundas y dolorosas, son solo tres ejemplos de muchas y complejas situaciones.

A veces es fuerte la tentación de quedarnos en las Iglesias ayudando a quienes concurren a ellas a ser buenas personas, en teoría podríamos hacerlo; las críticas serían menores y las dificultades también, ¿pero cómo hacer eso sin traicionar al Maestro?, ¿cómo hacer eso si el mismo Papa elige el camino de comprometerse, ir hacia las personas y los pueblos arriesgándose a cometer errores e incluso poniendo en peligro hasta su propia vida? Solo así el Evangelio será creíble. Como dice Francisco: “sólo quien comunica poniéndose en juego a sí mismo puede representar un punto de referencia”.