Entre el oro y el agua


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Esta semana llegó la noticia de que los habitantes de Cumaral, un lejano y desconocido municipio colombiano rico en petróleo, le habían dicho NO a una empresa petrolera que había llegado con sus máquinas de exploración. Probablemente seguían el ejemplo de los habitantes de Cajamarca que le habían dicho NO a una poderosa empresa minera que esperaba extraer de su territorio 28 millones de onzas de oro avaluadas en 102 billones de pesos.
El argumento de esa población es desafiante: podemos vivir sin oro, pero no sin agua. ¿Está naciendo, acaso, una nueva cultura liberada de la dominación del oro?
La sorpresa indignada con que se han recibido el reclamo del agua y el rechazo del oro en las esferas oficiales demuestra hasta qué punto el símbolo ha reemplazado a la realidad y ha adquirido la categoría de dios.

Resonancia profética

El relato bíblico sobre la adoración del becerro de oro, leído en nuestros tiempos, adquiere resonancia profética. Los gobiernos centran sus políticas en la producción de riqueza como prioridad a la que subordinan todos los demás intereses, que es lo que se puso de manifiesto en los intentos oficiales para restarle valor a las consultas populares en que la mayoría de la población le dijo no al oro y sí al agua, a los bosques, y al aire incontaminado. Esto suena a herejía en el templo del dios oro levantado por el capitalismo contemporáneo. Pero la voz de los que votan contra las minas en Colombia, no es única. “Un problema particularmente serio es el de la calidad del agua disponible para los pobres”, escribe el papa Francisco en Laudato si’. Y agrega: “las aguas subterráneas en muchos lugares están amenazadas de la contaminación que producen algunas actividades extractivas, agrícolas e industriales” (LS 29).
Los mineros y las autoridades se desesperan: “Nos cambiaron las reglas de juego” exclama un ejecutivo de la AngloGold Ashanti cuando aún no sabe qué lo desconcierta más: si el resultado de la Consulta Popular en Cajamarca o la fe de la población en el valor del agua por sobre el valor del oro.
Pero estos hechos tienen todavía un mayor calado: tocan una de las raíces de los conflictos del mundo capitalista y proponen alternativas: ¿qué tal una economía construida sobre otras bases? El oro puede ser reemplazado, pero ese espíritu cercano a la avaricia queda ahí, como raíz envenenada, si no interviene, para cambiarlo todo, una economía solidaria.
Que fue lo que, como un atisbo, pudo verse cuando al rechazo de la minera siguió la certeza del poder de una voz y un propósito comunes. Fue el descubrimiento de la fuerza de la solidaridad. Hay en este momento en Colombia cerca de 50 propuestas de consultas populares, de poblaciones a las que el ejemplo de Cajamarca empoderó.
Los abogados, los magistrados, los políticos locales, el gobierno central, buscan salidas porque, de repente, lo del poder popular y lo del constituyente primario, dejaron de ser frases retóricas y se volvieron una realidad maciza. Dejó de tener fuerza la idea de que el poder venía del centro del país. Hoy se sabe que está en las periferias en donde es experiencia diaria que el oro no se come y que el agua, los bosques, el aire puro sí dan vida.
“Este mundo tiene una grave deuda social con los pobres”, reflexiona Francisco. Es la deuda que están reclamando los pueblos de la periferia cuando desechan el oro y exigen otra clase de moneda: un ambiente incontaminado.