El olor de oveja de un obispo


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En agosto cumpliría sus cien años de vida monseñor Gerardo Valencia Cano, obispo de Buenaventura. Un hombre que anticipó la idea de Francisco de un obispo con olor de oveja.

Lo vieron así, con cierto desespero, los que lo encontraron hundido en el barro dejado por el rancho que acababan de destruir los operarios de la draga de Puertos de Colombia que tenían la orden de erradicar un barrio pobre.

En solidaridad con los habitantes del barrio, el obispo se había interpuesto físicamente entre la draga y las casas restantes, hasta que el gigantesco aparato suspendió su operación, que iba a dejar sin vivienda a un grupo de dos decenas de familias de negros del puerto de Buenaventura.

La Iglesia pobre

Gerardo fue uno de los padres conciliares que hicieron parte del grupo de los 40, esos obispos del tercer mundo que acogieron en toda su radicalidad la idea conciliar de una Iglesia pobre para los pobres. Desde entonces renunció a títulos y ornamentos como los de los príncipes. También en esto se anticipó al llamado de Francisco para que nada de principesco se pueda ver ni sentir en la apariencia de los obispos.

Tuvo esa percepción especial de los hombres de Dios que les permite descubrir la bondad y los carismas de las personas, aun bajo las más contradictorias apariencias.

Mientras el episcopado colombiano se llenaba de sospechas ante el grupo sacerdotal de Golconda, el obispo Gerardo aceptó reunirse, reflexionar y orar con ellos. Nunca le gustó que estos sacerdotes se valieran, entre otros instrumentos, de categorías marxistas para sus análisis de la realidad, pero se mantuvo a su lado y soportó en silencio que la prensa y los mismos obispos lo vieran como el líder del grupo que lo había invitado.

Cuando alguna persona cercana le escribió a raíz de la muerte en la guerrilla del sacerdote Camilo Torres con un emocionado recuerdo y exaltando su trayectoria revolucionaria, Gerardo no vaciló en mostrarle su desacuerdo con esa visión entusiasta y en enfrentarla a una realidad concreta. Le planteó el dilema que él mismo había resuelto. Para solidarizarse con los pobres de Buenaventura, entonces en paro para reclamar unas condiciones justas de vida, ¿qué debo utilizar? ─le preguntó─ ¿Un fusil, como Camilo, o la misa y la oración sacerdotal?

Se había puesto del lado de los pobres, otro anticipo del pensamiento y la actitud del papa Francisco, y no solo los acompañaba, había tomado en serio la consigna de ser uno de ellos.

Con humor macabro el sacerdote que encontró su cuerpo después del accidente aéreo en que murió, observó: hasta en la muerte se quiso parecer a los negros a quienes servía. El cuerpo aparecía carbonizado, como efecto de las llamas que lo habían consumido.

“Hacernos todo con todos”

Fue significativo que su última disposición como obispo fuera la indicación a sus sacerdotes de vivir solo con el salario mínimo que acababa de ser aprobado por el Gobierno, una suma que apenas si daba para sobrevivir pobremente. Tal fue el espíritu que fomentó entre las religiosas creadas por él, entre los misioneros de Yarumal y entre su clero de Buenaventura.

Tuvo la lucidez sorprendente de anticipar el espíritu de Francisco como si a los dos los uniera la misma visión del deber ser de la Iglesia. Leo con asombro feliz lo que escribió alguna vez: “el verdadero sentido de nuestra acción es hacernos todo con todos. Sin embargo, nos hemos sentido maestros y nos hemos formado una serie de estructuras que van desde la Santa Regla, hasta la palabra infalible, pasando por códigos, contratos, rituales, regiones, diócesis, provincias, Santo Fundador, espíritu, sistemas, convenios, tratados, cuasiparroquias… Si el Verbo, sabiduría de Dios, se anonadó a sí mismo, tomó la forma de siervo, ¿cómo es posible que sus discípulos se aboguen el nombre de maestros en lugar de alegrarse de ser insultados y perseguidos por su maestro?”.

Fue un hombre que vivió el evangelio; de ahí su deslumbrante lucidez.