El Dios de la cajita


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La asistente a una catequesis para Confirmación envió a Vida Nueva una carta (VNC 157, p. 21). Según la catequista mencionada en la carta, Dios no está en todas partes sino en la cajita o sagrario de una capilla.

El lenguaje y las imágenes de aquella catequesis pueden ser los de un niño a quien le acaban de enseñar de modo incompleto qué es la Eucaristía. Pero en este caso no se trataba de niños, sino de un grupo de adultos a quienes debió extrañar ese lenguaje en un discurso que más parece la invocación del nombre de Dios en vano, de que habla el segundo mandamiento.

¿Qué tiene que ver esta enseñanza con la realidad del Dios que santa Teresa de Calcuta encontraba y servía en los agonizantes de las calles de Calcuta? ¿O con aquel Dios de que hablaba el papa Francisco a los voluntarios del mundo, al recordarles que ellos servían y encontraban a Dios en los enfermos, los heridos, abandonados y solitarios que atienden? Dios está en el sediento, en el hambriento, en el migrante, en el perseguido; no es propiamente el Dios de la cajita.

Hay un problema pedagógico en esa versión sentimental de la Eucaristía, que se fomenta en esas devociones mal dirigidas: adoración del Santísimo, cuarenta horas, lo mismo que en la misa y cuanto tiene que ver con la liturgia eucarística.

Es significativo el proceso que se siguió, con remoción de obstáculos y prejuicios, para que una mujer pudiera llevar la comunión a los enfermos en las parroquias. De haberles hecho caso a los fundamentalistas de la liturgia, esa mujer debió ir revestida con ornamentos, rodeada de cirios y precedida por un incensario. Parecida a la idea del Dios de la cajita es la que rodea la forma consagrada con toda la utilería pretensiosa de una corte digna de su divina majestad.

Cuando a Dios se lo encierra en la cajita (tabernáculo o sagrario) o se parte de la idea de que es allí y solo allí donde se lo encuentra, se excluye la presencia que Jesús reveló en su predicación. Todas las ideas que sus contemporáneos tenían al respecto sufrieron un choque cuando él les compartió su experiencia, que no coincidió con la de los sacerdotes y levitas de entonces.

Consecuentes con esa idea oficial, el sacerdote y el levita cruzaron indiferentes frente al hombre asaltado por los ladrones en el camino de Jerusalén a Jericó. Para ellos Dios no estaba allí, sino en el templo, que es lo que hoy llamaría la catequista en cuestión la cajita.

Cuenta Antonio Pagola que, en el evangelio de San Juan, escrito 30 o 40 años después de la destrucción del templo (la cajita de los judíos), el mensaje no pudo ser más claro: “para quienes ven en Jesús el nuevo templo donde habita Dios todo es diferente. Para encontrarse con Él no es suficiente ir a una iglesia. Es necesario acercarse a Jesús, entrar en su proyecto, seguir sus pasos, vivir con su espíritu” (El camino abierto por Jesús, Tomo IV, p. 61).

El Dios que se revela en Jesús no se deja aprisionar ni en los templos ni en las cajitas. “El verdadero culto comienza por reconocer a Dios como Padre”, enseña Pagola, quien agrega: “adorarlo es seguir los pasos de Jesús, aprender a ser compasivos, parecerse a él” (p. 77).

Esta idea activa es la que puede transformar esa relación pasiva del feligrés que espera efectos mágicos de la celebración eucarística, y convertirla “en relación entrañable con amigos y familiares, en encuentro con otras personas, en experiencia de encuentro y comunión” (p. 108).

Cuando la relación con Dios no tiene ese sentido activo de apertura a los otros ocurre que “se comulga con Cristo en lo interno del corazón sin preocuparnos por comulgar con los hermanos que sufren” (p. 86).

Es la diferencia entre la sentimental relación con el Dios de la cajita y la activa relación con el Dios que santa Teresa de Calcuta encontró en los agonizantes de las calles de Calcuta.

La capacidad para establecer esta diferencia debería ser el requisito indispensable para ser catequista y para asumir la preparación de los candidatos a la Confirmación.