¿Dios escribe con la izquierda?


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“Un sacrilegio como el suyo es una alta traición a Dios omnipotente”, dijo el padre Timothy Cornelius, sentado en su sillón y bajo el gran crucifijo de plata que colgaba en la pared.

Lo oía, en condición de reo, el padre O’Shea, un misionero que en los últimos meses se había ganado el corazón de los montañeses, habitantes de una minúscula misión perdida en las montañas de China.

O’Shea había confesado a los aldeanos, había celebrado decenas de matrimonios, había visitado y consolado a los enfermos, había enseñado el catecismo a los niños en una actividad pastoral sin horarios que había culminado cuando los musulmanes bandidos al mando de Mieh Yang, el señor de la guerra, habían sitiado al pueblo y estaban a punto de iniciar una orgía de asesinatos y de destrucción. O’Shea había enfrentado al bandido, su antiguo jefe, y en un dramático cara a cara había ganado la vida y tranquilidad de su pueblo en una breve y contundente partida de dados.

Aún se escuchaban las risas de alivio y los aplausos de los pobladores cuando llegó la comisión de sacerdotes enviados por el obispo para investigar a O’Shea, mejor conocido como Jim Carmody, un antiguo piloto de guerra, que había sobrevivido al accidente de su avión y había ido a parar a manos de Mieh Yang, que dominaba en la región. Este hombre le hizo curar sus heridas y le entregó el mando de un grupo de sus hombres para aprovechar la experiencia de guerrero de Carmody.

Cuando alguno de aquellos bandidos disparó contra el misionero que había sido destinado a la pequeña misión de la montaña, no supo que le abría a Carmody la oportunidad de desertar de las tropas de Yang. Carmody se apropió del nombre el padre O’Shea, de sus hábitos y de su misión. De ser un piloto de guerra y un descreído, resultó ser el padre O’Shea. Esto era lo que investigaba el padre Cornelius en nombre de su obispo. William Barrett contó esa historia en su novela La mano izquierda de Dios.

“¿Creen ustedes que Dios está obligado a cumplir con el Derecho Canónico?”

La aparición del libro desencadenó un áspero debate. ¿Había sido sacrílega la conducta de Carmody al fingir que era sacerdote?

La respuesta habría sido sencilla si el novelista no hubiera detallado los largos meses de espera de la población después de la muerte del párroco anterior; o la fe con que ahora recibían los sacramentos; una fe capaz de mover las montañas legales que hacían de Carmody un farsante. Pero Carmody, transmutado en el padre O’Shea, había puesto tanta fe y entrega en la interpretación de su papel que llegó a sentirse metido en una trampa de la que no podía ni quería salir.

En la discusión sobre la novela provocó una viva reacción la posición de los que pusieron frente a frente la opinión más común y tradicional encarnada por el padre Cornelius. Para ellos Carmody era reo de sacrilegio y cada una de sus acciones como sacerdote había sido un hecho blasfemo.

Desde la barrera de enfrente se veía a Carmody como un instrumento de Dios para llegar a esas buenas gentes aisladas en las montañas. Los que señalaban que los códigos de Derecho Canónico no tiene por qué convertirse en obstáculo para la acción de Dios activada por Carmody, casi no alcanzaban a terminar esta defensa cuando ya, exaltados, les replicaban los del frente diciendo: Eso es jugar con lo sagrado. ¿Cómo alguien que no ha sido ordenado sacerdote puede atreverse a simularlo? Los matrimonios, por ejemplo, son inválidos. Y, ¿qué tal las confesiones?

Pero la contrarréplica no era menos contundente: ¿sabe usted que usted o yo podemos bautizar un niño en caso de urgencia? ¿Y que el día en que usted se casó el cura fue un simple testigo porque los novios fueron los ministros del sacramento? Carmody fue el ministro de urgencia que esos montañeses necesitaban. ¿O creen ustedes que Dios está obligado a cumplir con el Derecho Canónico?

Lo novela obligó a revisar conceptos y a enfrentar la idea de que Dios puede usar su mano izquierda. Lo que nadie sabe es si Dios, en su misericordia sin límites, es zurdo.