José Lorenzo, redactor jefe de Vida Nueva
Redactor jefe de Vida Nueva

Días con pena y sin gloria


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Todo el pueblo se cruzó con Santiago Nasar el día en que el joven iba a morir. Pero nadie le advirtió del peligro inminente, pensando que ya sabría del riesgo que estaba corriendo. No hago spoiler. García Márquez desvela el final de su magnífica obra en la primera línea del libro, lo que deja para el resto del relato una creciente desazón, ante la imposibilidad del lector de advertir al protagonista de su destino, de la cercana muerte sin épica a cada página que pasa.

Tampoco hay épica en lo que veo estos días en Cataluña, más allá de que la vergüenza y la pena asomen cuando se ven las imágenes de violencia. Como al protagonista de Crónica de una muerte anunciada, algo parecido ha sucedido entre Cataluña y España hasta llegar a la fractura social e institucional que se vive allí –y que ya nadie puede negar–, y que empieza a percibirse en el resto del Estado.

Es la crónica de un desamor que se ha venido gestando en los últimos años, una amenaza siempre latente, trufada de crisis que se han solucionado con políticas también sin demasiada épica, y acelerada en los últimos años por potenciadores de inestabilidad tan eficaces como una crisis económica que han dejado al aire las debilidades de un sistema –estatal y autonómico– atravesado por la corrupción. Luego entró en juego la misma posverdad que ha hecho de Trump un líder planetario amasando medias verdades con populismo cibernético, y así estamos ahora, repitiendo errores que la historia tiene marcados en rojo.

La Iglesia también tiene su culpa. Queriendo ser signo de contradicción, lo ha sido de contrariedad. Lo vimos cuando bendecía desde las ondas el boicot al cava catalán y se dolían obispos y fieles catalanes. Y lo vemos ahora, cuando se niega a consagrar moralmente las cosas de la política y su entonces locutor-estrella les califica de “cobardes” y de haber redactado en su Permanente una “excrecencia intelectual”, opinión que comparten otros pastores, aunque no en esos términos, claro.

Sin embargo, quizás, la Iglesia, con todo, siga siendo hoy la única instancia de sentido capaz de poner bálsamo en las heridas abiertas. También en las suyas.


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