De entonces a hoy


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En mi país, Colombia, estamos en campaña electoral para el Congreso y para la Presidencia de la República. Hay mujeres en las listas de Cámara y el Senado. Hay candidatas a la Presidencia y a la Vicepresidencia. Y las mujeres vamos a votar. Lo que es posible y absolutamente normal en el mundo actual.

No lo era hace cien años, cuando solo en cinco lugares del mundo las mujeres podían votar: Nueva Zelanda, Australia, Finlandia, Noruega y la Unión Soviética. Y aunque en Gran Bretaña las sufragistas consiguieron el derecho al voto de las mujeres en 1918 –voto restringido, porque solamente accedían a este derecho las que fueran mayores de 30 años, propietarias o esposas de propietarios– la ley se hizo efectiva en 1928, cuando 15 millones de mujeres mayores de 21 años pudieron ejercer este derecho.

Que las alemanas lograron en 1918, las estadounidenses en 1920, las uruguayas en 1927, las ecuatorianas en 1929, las españolas en 1931, las brasileñas en 1932, las francesas en 1944, las argentinas en 1947, por solo citar los logros de la lucha de organizaciones sufragistas en algunos lugares del mundo y en la que muchas de sus activistas fueron perseguidas, encarceladas y, sobre todo, objeto de burlas y desprecio.

Las colombianas votamos por primera vez el 1 de diciembre de 1957, hace 60 años, pero el derecho lo habíamos obtenido en 1954, cuando fuimos reconocidas como ciudadanas. Hasta entonces, según el artículo 15 de la Constitución de 1886, solo eran ciudadanos “los colombianos varones mayores de 21 años”.

Ahora bien, vale la pena recordar que en 1853, la Constitución de la provincia de Vélez otorgó a las mujeres el derecho a elegir y ser elegidas, y aunque nunca se llevó a la práctica sí generó críticas como las del periodista Emiro Kastos en El Tiempo en 1855: escribió que las mujeres no necesitaban “de derechos políticos ni de esa emancipación e independencia quiméricas e imposibles que en su favor reclaman los novadores modernos”.

Crítica normal en una sociedad patriarcal cuyo tratado de límites entre espacios femeninos y espacios masculinos era imposible subvertir, ni era fácil modificar los imaginarios acerca del rol exclusivo que el entorno patriarcal les atribuía a las mujeres como hijas, esposas y madres: “La mujer no ha nacido para gobernar la cosa pública y ser política, precisamente porque ha nacido para obrar sobre la sociedad por medios indirectos, gobernando el hogar doméstico y contribuyendo incesante y poderosamente a formar las costumbres (generadoras de leyes) y a servir de fundamento y modelo a todas las virtudes delicadas, suaves y profundas”, escribió otro periodista colombiano, José María Samper. O lo que escribió la autora inglesa Dinah Maria Muloch en 1858: “La diferencia que hay entre la vida de un hombre y la de una mujer es esta: la primera es externa, la otra interna; la una es visible, la otra se oculta; la del hombre es activa, la de la mujer, pasiva. Él tiene que buscarla fuera, ella la encuentra en su casa”.

Para la mirada de mujer, no pueden pasar desapercibidos estos hechos que ha recordado esta semana la conmemoración de la aprobación del Representation of People Act por el Parlamento inglés el 6 de febrero de 1918: hace cien años. Son invitación a recordar lo que la lucha de mujeres valientes ha logrado y lo que aún tiene que lograr para que la igualdad de derechos sea algo más que reconocimiento de la ciudadanía y del derecho a elegir y ser elegidas.