Cuando la Iglesia se vuelve partido


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¿Qué pasaría si la Iglesia Católica en Colombia se convirtiera en un partido político?

(1) Estaría repitiendo un error que, después del Concilio Vaticano II, se pudo mirar como una gran equivocación histórica. Fueron años en que la evangelización fue limitada por las pasiones políticas y en que se obró bajo la equivocada convicción de que la suerte de la Iglesia estaba atada a la del Partido Conservador. Los esfuerzos dedicados a combatir el liberalismo, primero, después el comunismo, más adelante a los masones y a los protestantes, impidieron una dedicación total al anuncio del Evangelio. Esa historia dejó, entre otras, la enseñanza de que religión y política, mezclados, solo obtienen un coctel explosivo y dañino; que eso sería un partido católico.

(2) Estaría abandonando su misión, o subestimándola. El llamado de la Iglesia dejaría de ser universal, es decir, abierto a todos, y se restringiría a los leales al partido. Una Iglesia que no debe excluir a nadie, estaría excluyendo a los de los otros partidos.

Además, su doctrina quedaría reducida a los términos de las tesis partidistas. El reino, que no es de este mundo, tendría las fronteras de los reinos de este mundo. Y, en vez de dejar que los muertos sepulten a sus muertos, la Iglesia abandonaría sus anuncios de vida para apostarle a las fórmulas políticas limitadas al quehacer secular limitado al aquí y al ahora. Sería cambiar las perlas por la bazofia que se arroja a los cerdos.

Es el otro extremo vicioso de la entrega total a lo temporal, opuesto al de quienes pretenden prescindir de la realidad temporal.

Entre esos dos extremos la Iglesia encuentra que su misión es la de liberar las realidades temporales y darles contenido evangélico, es decir, hacer que el verbo se haga carne; misión que desaparecería entre la agitación y las solicitudes de un partido con plataforma ideológica, pero sin el espíritu del reino.

La corrupción del poder

(3) Y entraría en la Iglesia la corrupción del poder. Si en estos momentos una de sus luchas es por la descontaminación de poder en su estructura y en sus fieles, ¿alguien puede imaginar el desastre que sobrevendría después de la introducción de un fervor religioso por el poder político?

¿Con qué autoridad moral podría hablar la Iglesia del necesario exorcismo del poder por la vía del servicio, si ella misma, como partido, estuviera en lucha por el poder?

La experiencia de las comunidades de cristianos, halagados por los políticos empeñados en obtener el poder a cualquier precio; el crecimiento numérico de unos grupos que pueden ser el 17% de la población; la condición de elementos decisivos en el triunfo del NO el 2 de octubre pasado, son hechos que pueden hacer pensar que la política es el nuevo nombre de la evangelización.

Es hora de recordar, entre otros, el diálogo de Jesús con el gobernador romano, en que le dejó claro que el político y él hablaban lenguajes distintos. Hubieran podido reprocharle a Jesús su lógica marciana, su desinterés en buscar alianzas con el poder, su aparente autosuficiencia al decir: “mi reino no es de este mundo”. Es su Reino, que es también el de la Iglesia, el que hace estar en el mundo sin ser del mundo, a todos los que creen en él.