¿Y si desaparecemos?

La reflexión

dolo

DOLORES ALEIXANDRE | Reconozco haberme hecho esa pregunta alguna vez presionada por las circunstancias: cuando entré en el noviciado en los años 60, éramos 7.000 en mi congregación y ahora estamos en 2.000. Es inevitable hacer un cálculo elemental con su pregunta correspondiente: si en 50 años somos 5.000 menos y se mantiene la tendencia en un futuro próximo: ¿cómo gestionar esta caída alarmante al menos en países del Norte? ¿Seguiremos existiendo dentro de 50 años?

¿Y si desaparecemos? [extracto]

Una vez enfrentada la pregunta, ya de por sí dura de formular en alto, y tras reflexionar sobre ella con más gente, lo que voy a decir no tiene nada de teórico y lo comparto por si ayuda a quienes estén en situaciones parecidas o aún más graves.

Una escena bíblica me sirve de punto de partida: el rey Ezequías cayó enfermo, el profeta Isaías fue a visitarle y le espetó en un alarde de delicadeza pastoral: “Haz testamento porque te vas a morir”. Ezequías entonces se volvió de cara a la pared y se puso a rezar y llorar (Is 38, 1-8).  

La postura de cara a la pared es elocuente y puede presentar modalidades varias: a) Negación de lo que está pasando por miedo a afrontar la situación. b) Lanzamiento  atolondrado a la captura de vocaciones. c) Importación de jóvenes de los mares del Sur para que cuiden de nosotros y sostengan nuestras instituciones. d) Desafección y distancia de los asuntos congregacionales con un amargo “sálvese quien pueda”.

¿Y cuál sería la reacción sensata? Pues la del valor de agarrar un espejo, mirarnos en él y preguntarnos: “Espejito, espejito, ¿nos estará pasando algo de esto?”. Y, una vez contemplada con lucidez y cordura la situación, prepararse para la visita de Doña Nostalgia, Doña Pérdida y Don Desconsuelo, que llegarán con su banda sonora de lamentos, ayes y lágrimas. Dejarles pasar, saludarles educadamente y permitir que se  expresen con libertad, pero no prolongar demasiado su visita. (Ojo, en cambio, con abrir la puerta a Don Quehemoshechomal y a Doña Culpabilidad, pareja altamente tóxica, que incordia mucho, no aporta nada bueno y es resistente al desalojo).

Una vez concluido ese duelo sanante, proceder a despojar la disminución de las etiquetas de drama o de catástrofe: mirarla sencillamente como una consecuencia de la contingencia y la finitud que nos alcanzan, tanto en lo personal como en lo institucional. La promesa de estabilidad solo la tiene la Iglesia. Por eso, si después de un tiempo X  una de sus instituciones deja de existir, no se desploman los cimientos del universo: ya de por sí ha sido un regalo que, a lo largo de una serie de años, un grupo de hombres o mujeres hayan vivido contentos su carisma, trabajando por el Reino de Dios y sirviendo a los demás lo mejor que han podido. En cualquier caso, lo que toca es ser templados, para cuidar y gestionar creativamente el presente, y sabios, para enfrentar animosamente el futuro, conjugando, a la vez, el prever y el confiar; el ser realistas y, a la vez, soñadores, en versión adaptada de lo de las serpientes y las palomas.

Pero a este tipo de reacción solo llegamos si nos decidimos a “subir de piso”, que es lo que hizo Ezequías al ponerse a rezar, y lo que hizo también la primera comunidad cuando, desvalida después de la marcha de Jesús, esperó en “la habitación de arriba” (Hch 1, 13) a que llegara el Espíritu. Es Él (Ella, más bien…) quien hace posible que “pensemos como Dios y no al modo humano” (Mc 8, 33) y afianza en nosotros convicciones a las que nunca llegaríamos solos: que no son de por sí más evangélicos los tiempos de crecer que los de disminuir; que los tiempos de poda son costosos, pero pueden ser fecundos; que nada de lo entregado se pierde; que ni el prestigio ni el número son verdaderos amigos, mientras que la pobreza y la pequeñez sí lo son. Estamos en buenas Manos y podemos seguir amando y sirviendo sin plazos ni cálculos, y eso nos basta para vivir con alegría y agradecimiento.

Al final de la escena bíblica anteriormente reselada, Isaías, por orden del Señor, volvió a visitar a Ezequías, le aplicó un emplasto de higos y él se curó y siguió viviendo. Nuestras historias, cuando Dios está por medio, pueden dar giros sorprendentes.

En el nº 2.923 Especial Vida Consagrada de Vida Nueva

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