Papa Francisco, detrás de la sonrisa, dos años después

papa Francisco sonriendo

JORGE OESTERHELD, director de Vida Nueva Cono Sur | Dos años después de aquel histórico momento en el que el obispo de Roma se asomó al balcón de la Basílica de San Pedro y se inclinó ante su pueblo para pedirle la bendición, muchos deben pensar que aquel día se equivocaron al creer que ese buen hombre, venido del fin del mundo, era solo alguien humilde y piadoso.

Poco a poco, fue apareciendo, detrás de esa sonrisa y esa sencillez que ganó los corazones de hombres y mujeres de todo el mundo, la fuerza inquebrantable de alguien que, con decisión y habilidad, tomaba las riendas de la Iglesia de una manera nueva y sorprendente.

Hubo en los primeros análisis que se hicieron sobre el nuevo Papa algunos errores de concepto. El primero fue confundir ternura con debilidad.

La ternura es una virtud de los hombres y las mujeres más fuertes. No podemos reducir la ternura del Papa a su imagen de un abuelo atento a los niños, sino más bien reconocer en él un estratega que sabe muy bien hacia dónde va. Como buen cristiano, se dirige hacia ese punto con amabilidad y respeto por todos, empezando por los más pobres. El respeto por el otro es uno de los rostros de la ternura de los fuertes. Son los débiles y los que carecen de magnanimidad los que necesitan agredir o insultar con palabras o acciones.

Otro error fue confundir sonrisa y simpatía con populismo. Su origen latinoamericano colaboró para que muchos se confundieran y tropezaran con ese prejuicio.

La sonrisa y la bonhomía no son sinónimo de hipocresía y debilidad; también son expresiones de fuerza. No es la del Papa esa sonrisa forzada de los políticos a la caza de votos, o en busca de la aprobación de un pueblo al que, en esa misma sonrisa, están menospreciando. Francisco besa y abraza a un pueblo que ama y ese pueblo le responde de la misma manera. Quienes aclaman al Papa no son una masa enceguecida por un líder. Brilla la autenticidad no solo en el rostro del Pontífice, sino también en los rostros de quienes aplauden.

A medida que fueron avanzando los días en estos breves e intensos dos años, fue quedando claro que el poder es servicio, pero no por eso deja de ser poder. El rebaño percibe que su pastor sabe hacia dónde va y se siente seguro siguiendo sus pasos. Los que no quieren ser considerados rebaño y analizan o critican desde la vereda de enfrente se inquietan. El Papa no tiene enemigos, pero su forma de hablar y de actuar ha llevado a algunos a ubicarse en ese lugar.

La defensa que hace el Papa de los pobres no es retórica, no invita a la beneficencia o pretende conmover con golpes bajos que apuntan a la sensibilidad. Francisco va al fondo del problema: un sistema económico perverso que pone al dinero y la codicia por encima de los hombres y mujeres concretos, que sacrifica en el altar del capitalismo a los más débiles, prometiendo una prosperidad que no llega nunca y que cada día está más lejana.

El concepto no es nuevo, pero la claridad con la que es expuesto y la insistencia en el tema sí lo son. Solo con mala fe se puede considerar “populismo” a los discursos como el pronunciado en la isla de Lampedusa.

La humanidad del Papa

Otro rasgo de fuerza que se esconde detrás de la sonrisa son las constantes invitaciones a abandonar la comodidad de una Iglesia encerrada en sus propios problemas y el llamado a ir hacia “afuera”, hacia las fronteras, hacia esos sitios en los que el anuncio del Evangelio es arriesgado y exige la mayor entrega. Son palabras que solo pueden molestar a quienes están cómodos allí donde están y no aceptan ningún cambio en sus vidas. Ciertamente, no se trata de algo novedoso: en los Evangelios resuena ese llamado en los labios del mismo Jesús; nadie puede sorprenderse.

Pero hay un rasgo del papa Francisco que muestra como ningún otro que la ternura y la sonrisa no son debilidad: el Papa no tiene temor a cometer errores. Habla y actúa sin miedo a las malas interpretaciones y, cuando es malinterpretado, aclara lo que quiso decir y sigue adelante. Fiel a sus palabras –“prefiero una Iglesia que se equivoca a una Iglesia enferma por quedarse encerrada”–, él mismo avanza sin temor a los errores que se pueden cometer en el camino. La prudencia no suprime la audacia.

Este punto inquieta especialmente a muchos. Sienten que se tambalea la infalibilidad de Pedro. Nuevamente un error de concepto. La infalibilidad no está en juego; la que sí está afectada es la sacralización del papado, la tendencia a hacer del Papa un personaje “no humano”, y Francisco parece no temerle a su humanidad. Se le ve muy cómodo en ella. Como Jesús, el hijo de María y de José.

En el nº 2.933 de Vida Nueva

 

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