El papel de la Iglesia ante la crisis económica

(Vida Nueva) Acabamos de celebrar el Día Internacional del Trabajo, una jornada en la que se ha puesto de manifiesto que la actual crisis económica mundial afecta sobre todo al obrero. ¿Qué puede y debe hacer la Iglesia ante ello? La respuesta a esta pregunta la ha buscado Vida Nueva en dos organizaciones obreras de raíz cristiana: Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC) y Juventud Obrera Cristiana (JOC).

Otro modelo de relaciones laborales

(Francisco Porcar Rebollar– Militante de la HOAC) Tras un largo período de gran crecimiento económico, hemos comenzado una etapa de “desaceleración” o “crisis” de ese crecimiento, como se prefiera llamarla. El hecho es que ya hay familias trabajadoras que están sufriendo sus efectos negativos.

¿Tiene la Iglesia una palabra que decir y algo que hacer en esta situación? Aunque a muchos les parezca que no, quienes trabajamos en la Pastoral Obrera creemos que sí, porque en el mundo obrero y del trabajo se juegan cosas muy importantes para el reconocimiento de la dignidad de las personas, cuestión fundamental para la Iglesia por fidelidad al Evangelio de Jesucristo. ¿Qué puede, pues, decir y hacer la Iglesia?

Dos afirmaciones de Juan Pablo II en Laborem exercens pueden orientarnos. La primera está en el n. 8: lo fundamental en el trabajo es siempre el reconocimiento práctico de la dignidad de las personas; el trabajo no es una cosa, una mercancía, fuerza de trabajo…, es una capacidad del ser humano, en bien de su humanidad, que debe ser tratado siempre como tal. La manera de organizar el trabajo es fundamental para la persona. Cuando se trata al trabajo como una mercancía se daña profundamente al ser humano, generándose injusticia y empobrecimiento. Por eso, la causa de la afirmación práctica de la dignidad de la persona en el trabajo es fundamental para el bien de la persona y de la sociedad. La Iglesia debe estar vivamente comprometida en esta causa.

La segunda está en el n. 17: el respeto y la promoción de la dignidad de la persona en el trabajo se concreta, en gran medida, en la afirmación de los derechos de los trabajadores y trabajadoras. Una política laboral es correcta desde un punto de vista ético cuando esos derechos son plenamente respetados. Tales derechos no pueden ser un derivado de la economía (que se respetan o no en función de la rentabilidad económica), sino un principio fundamental desde el que debe organizarse la economía.

Según esto, en ese período de gran crecimiento económico, ¿se ha caminado en esa dirección? Se ha caminado en la contraria, configurando un modelo laboral presidido por la flexibilidad, que genera mucha rentabilidad económica, pero con gran precariedad laboral, contratos temporales, gran movilidad horaria, cambios constantes de jornada y de empleo, movilidad funcional y geográfica… Es un modelo que se extiende y afecta cada vez a más trabajadores (ya casi a la mitad de los que tienen empleo) y que padecen especialmente jóvenes, mujeres e inmigrantes. En esa situación, sus derechos laborales suelen ser papel mojado. Esta organización del trabajo significa para muchos vidas precarias, vivir para trabajar en lugar de trabajar para vivir, una profunda desestructuración de la vida personal, social y familiar (es uno de los factores que más desestructura la vida familiar y dificulta ser padres, madres, hijos, abuelos…), malas condiciones de trabajo, riesgos elevados para la salud y la seguridad, falta de libertad, etc., y, en algunos casos, para los menos rentables, riesgo de exclusión social.

Esta realidad está escondida en medio de una sociedad muy rica y con altos niveles de consumo, pero está ahí. Y quizá lo peor sea la “normalidad” con que la contemplamos o ignoramos. Hay que luchar contra esa “normalidad”.

Debería ser muy instructivo lo que ha ocurrido en el sector de la construcción: gran crecimiento, gran rentabilidad económica, mucho empleo…, pero frecuentemente malas condiciones de trabajo, jornadas interminables, mucha precariedad, alto riesgo de accidentes laborales… Y, además, sin resolver el derecho de todos a un vivienda digna y asequible. Es el resultado de una economía organizada casi exclusivamente desde la búsqueda de la mayor rentabilidad económica, dejando en segundo lugar (o fuera de lugar) las necesidades y derechos de las personas. Este desorden es el que hay que trabajar por cambiar.

Ahora, con la “desaceleración” o “crisis”, las cosas tienden a empeorar para los trabajadores. Porque hay muy escasa responsabilidad social de las empresas, una débil solidaridad social, muy escasas políticas de redistribución de los recursos sociales, predominio de políticas individualistas del “sálvese quien pueda” en lugar de búsqueda del bien común. Urge trabajar por estas cosas. Pero, sobre todo, por dar pasos hacia otro modelo de relaciones laborales y otra orientación de la economía. Podemos hacerlo si no nos resignamos a la “normalidad” de lo que hay. La Iglesia podría aportar mucho en este sentido (la riqueza de su Doctrina Social es enorme al respecto, pero en el trabajo pastoral concreto suele estar ausente, como si no existiera). Podría ayudar a sacar a la luz muchas situaciones de sufrimiento e injusticia que hay en el mundo laboral, a que se les dé la importancia social que merecen, a plantear las cosas desde otros principios y criterios… Podría animar a todos, comenzando por los cristianos, a comprometerse más activamente en la causa de la dignidad, la justicia y la vida en el mundo obrero y del trabajo.

Jóvenes militantes siendo Iglesia en el mundo obrero

(Tomás Alonso Abad– Presidente General de Juventud Obrera Cristiana) La juventud trabajadora, y la clase obrera en su conjunto, somos la categoría social más numerosa, y a la vez la más expuesta a las injusticias y abusos del mercado de trabajo. Las situaciones que vivimos dificultan a menudo nuestra maduración humana y nuestra apertura a la fe: vidas fragmentadas, falta de identidad personal; muchos sentimos que el suelo sobre el que asentar la vida es muy movedizo; el trabajo no es un lugar de realización personal; sufrimos marginación e impotencia ante la explotación, y eso alimenta en muchos casos la normalidad con la que lo vivimos, la pasividad y la desesperanza, buscando otras formas de evasión. ¡Qué difícil es anunciar a Jesucristo y hacer presente a la Iglesia como portadora de buena noticia entre todas estas situaciones… y qué solos nos sentimos tantas veces!

La acción evangelizadora ha de alcanzar estas preocupaciones. Y, precisamente hoy, vivimos con preocupación el rumbo que la Iglesia más oficial quiere tomar: ser una institución fuerte y con poder social, con doctrina segura, etc. Desde nuestra experiencia, vemos cada día las consecuencias tan negativas que dichas opciones llevan consigo: alejamiento de la vida real y cotidiana de la gente del mundo obrero, extrañeza y alejamiento de tantos hombres y mujeres que no se sienten en la Iglesia como en su casa…, y sentimos tristeza y soledad porque el modo de ser Iglesia, confirmado y alentado por el Concilio Vaticano II, que es el que late en el fondo de nuestra tarea, no es el que impulsa a muchos de nuestros dirigentes. Esto va provocando en nosotros ­sensaciones de vacío, sentimientos de insignificancia y de incomprensión. Y también sentimos mucha indignación porque el conjunto de nuestra Iglesia pierde la oportunidad de dejarse enriquecer por el patrimonio enorme de los empobrecidos: los que con su simpleza nos enseñan qué es lo importante, nos ayudan a poner los ­valores en el orden adecuado, nos sacan de frivolidades y nos señalan el camino de la felicidad en dirección al Evangelio y Jesús de Nazaret.

La evangelización de hoy pasa por “formar militantes”, y la palabra “militante” provoca en la misma Iglesia una ligera sospecha o incomodidad, prefiriendo hablar de “comprometidos, corresponsables, solidarios, voluntarios…”. Creo que para la evangelización del mundo obrero, y de los jóvenes en concreto, hay que recuperar el concepto y la realidad del “militante” con su sentido hondo y original: creyente, apóstol-misionero, comprometido entre y con sus compañeros, en acciones transformadoras en su ambiente, profeta de la justicia, testigo coherente, con toda su carga obrera, social y política. El militante pone un acento fuerte en la acción, en las causas del sufrimiento o de la injusticia, en la coherencia entre lo que vive y lo que piensa, en la permanencia y continuidad de su compromiso. La transmisión de la fe no se realiza tanto por la enseñanza de unos contenidos a aceptar o creer, cuanto por la propuesta-acogida de la persona de Jesús, su estilo de vida y su mensaje desde el encuentro y el testimonio sincero y desinteresado. “Una fe se enciende en otra fe”. Militantes entre otros, en comunidad, trabajando en red y testimoniando juntos con alegría nuestro ser cristianos.

La pastoral obrera de toda la Iglesia es el título del documento aprobado hace algo más de diez años por la Conferencia Episcopal Española para dinamizar en el conjunto de la Iglesia una pastoral netamente misionera, de salida, acogida, escucha, en defensa de los pobres, más que en su propia defensa. Tarea de toda la Iglesia y no de un único obispo, de un puñado de sacerdotes cargados de innumerables tareas y de contadísimos laicos a los que se les confía esta responsabilidad. Hoy la Iglesia debe favorecer y priorizar la evangelización de los jóvenes trabajadores, apoyando el empeño y el camino de los movimientos obreros, sin considerarlos una excepción peculiar, sino sintiéndolos plenamente dentro de la Iglesia, como Iglesia que somos, que nos envía a educar y evangelizar con, desde y para los trabajadores. La Iglesia debe devolver a los jóvenes la palabra, la vida, la dignidad como clave y principio de toda pastoral juvenil.

Y somos muchas y muchos jóvenes cristianos, entre otros muchos no cristianos, los que le estamos dando una vuelta al sistema demandando vivienda digna y exigiendo no mercantilizar este derecho, estamos cuestionando la democracia formal en la que nos encontramos y que no responde a las necesidades reales de las personas, estamos poniendo patas arriba unos planes de estudio universitarios que se ponen al servicio del capital, estamos demandando trabajo digno… En las acciones y esfuerzos organizados para una mayor justicia, un mayor acceso a la cultura, unas relaciones económicas más justas, ahí está aconteciendo la historia de la salvación del Pueblo de Dios. Ahí es donde somos Iglesia de una forma concreta y peculiar: Iglesia en el mundo obrero. Porque a la Iglesia nos importa este mundo.

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