El último medio siglo de la teología en España

(Felipe Hernández Rodríguez) Hace ahora cincuenta años, Olegario González de Cardedal (1934), recién ordenado sacerdote, se fue para Alemania con una maleta cargada de viejos libros y juveniles ilusiones. Había recibido sus primeras letras en su pueblo natal (Lastra del Cano) —un caserío adosado al espinazo de Castilla—, y las últimas en el seminario diocesano de Ávila.

Aterrizó en Munich y se matriculó en la Facultad de Teología de su Universidad. Cuando regresó a España tras una brillante promoción en teología, en su vieja maleta venían libros de Möhler y de Casel, de Guardini y de Rahner, pero también de Harnack, de Ritschl y de Troeltsch, de Bultmann, Bonhoeffer y Barth. Luego vinieron sus estancias en Oxford y Estados Unidos; su pertenencia a la Comisión Teológica Internacional; largos años como catedrático de la Facultad de Teología en la Universidad Pontificia de Salamanca y como maestro de varias generaciones de seminaristas, sacerdotes, religiosos/as y seglares; el ingreso en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas; la labor como director de cursos en universidades de verano; el trabajo como conferenciante, como escritor, como ensayista…; y en medio de todo esto, su actividad como mentor y mecenas de niños yunteros, de teólogos en flor o de clérigos en apuros, que de todo ello sabe también.

De toda esa larga historia vivida como vocación y amor a la Iglesia y a la teología nos hace ahora memoria D. Olegario en el libro La teología en España (1959-2009), publicado por Ediciones Encuentro; nos la relata secuenciada y desmenuzada, nos la medita e interpreta. Esto último, por dos razones: porque la historia no son hechos en bruto amontonados o seriados, la historia no es tal hasta que no es interpretada y entrañada por los hombres; y porque no hay derecho a que nos la interpreten ahora los que entonces no la vivieron.

El libro consta de tres partes (Presencia, Memoria, Prospectiva). Que es tanto como decir dónde estamos, de dónde venimos y adónde vamos (adónde deberíamos ir) en lo atañedero a la teología. Pero que nadie se asuste, D. Olegario se declara enseguida, en el primer párrafo del libro: “Este libro es una meditación sobre la teología y la Iglesia en España, con la mirada puesta en Europa como trasfondo permanente, en la medida en que estas cuatro realidades están implicadas unas en otras y se han condicionado durante los últimos cincuenta años”, y se define unas líneas después: “La teología es el órgano que en la Iglesia tiene como misión indagar las razones que abren la inteligencia a la fe a la vez que las razones que llevan la fe a la inteligencia; y ambas al amor y a la praxis”. Preciosa definición de la teología que es ya toda una declaración de principios e intenciones. Inteligencia y fe, filosofía y teología, en intrínseca referencia y fundamental religación. Porque la inteligencia y la filosofía desligadas de la fe y de la teología terminan por no ser nadie; y porque la fe y la teología sin aquéllas pueden convertirse en cualquier cosa.

Olegario González de Cardedal

El comienzo del periodo estudiado coincide con el anuncio por Juan XXIII del Concilio Vaticano II, acontecimiento central del catolicismo en el siglo XX. Un aggiornamento que a algunos les venía muy grande y que a otros enseguida se les quedó pequeño. De ahí que el libro sea antes que nada un homenaje al Concilio y a los teólogos y movimientos que lo inspiraron, promovieron y aplicaron sin reservas: De Lubac, Chenu, Daniélou y Congar; Casel, Guardini, Ratzinger, Rahner y Balthasar, entre otros; verdaderas columnas sustentadoras del entero edificio teológico hodierno que apoyan a su vez sobre un pódium común: J. Henry Newman, un anglicano que se convirtió al catolicismo en 1845 y que, desde entonces, no ha dejado de enseñárnoslo; el teólogo más abierto que ha habido en la Iglesia desde Orígenes, según el modernista Loisy; el inspirador secreto del Concilio, en opinión de Pablo VI.

Entre nosotros, este acontecimiento capital para la Iglesia universal lo fue más que en otros países porque aquí, junto a su primordial significación religiosa, el Concilio tenía una marcada significación política como desligitimador de la tradición católica al uso y del régimen político vigente. Ciertos textos del Vaticano II eran percibidos por algunos como bombas de asalto que no dudaron en utilizar y de las que otros se resguardaron todo lo que pudieron, mientras pudieron. De ahí derivan ciertos entusiasmos febriles y algunas resistencias feroces a la hora de su aplicación, que perviven hasta hoy. En ese contexto hay que situar iniciativas como el nacimiento de la revista Cuadernos para el Diálogo (1963), decisiva para el futuro de la evolución espiritual y política de los españoles, la posterior crisis de la Acción Católica (1968) o la Asamblea conjunta de obispos y sacerdotes (1971). Desgraciadamente, tanto aquí como fuera, algunos textos conciliares empezaron pronto a fungir como pretextos para impartir biblicismo al socaire de la Dei Verbum, practicar democratismo al amparo de la Lumen gentium o reclamar secularismo apelando a la Gaudium et spes, como denunció en su día amargamente De Lubac.

Juan Pablo II, aclamado en su primer viaje a España, en 1982

Tras el vuelco espectacular del Concilio se presentan en el libro otros acontecimientos: el tránsito de una cultura agraria y rural a otra industrial, posindustrial, urbana, suburbial y huérfana de referentes; el papel de la Iglesia española en la transición política y su actitud ante la Constitución de 1978; la elección de Juan Pablo II y su venida a España en el 1982, con consecuencias bien patentes y concretas; documentos papales y episcopales; iniciativas como las Conversaciones católicas de Gredos; la Escuela de Teología Karl Rahner-Hans Urs von Balthasar (1998); cursos de verano como los de la UIMP de Santander; las revistas Concilium y Communio como cifra de la peripecia de la teología posconciliar y de lo que Yves Congar llamó la encrucijada y la separación de caminos; editoriales, teologías, teólogos y libros que han hecho más o menos historia en nuestro país.

Desde el rancio confesionalismo de antaño al trasnochado laicismo de hogaño, todo nos lo radiografía en la medida en que nos descubre siempre su trasfondo y nos desvela su entraña. Curiosa la instantánea que nos da del P. Santiago Ramírez (quizá unos de los últimos coletazos de la neoescolástica hispánica en descomposición) y su desencuentro con Ortega y algunos de sus epígonos, junto a la cita del P. Utz, compañero del dominico en la Facultad de Friburgo, y la más escueta, pero significativa, sobre su actitud en el Concilio que recoge en nota por boca de Congar: “Ramírez était toujours très muet”, a diferencia de Hans Küng, que ya entonces se mostraba extremadamente crítico, impaciente y… revolucionario; otras semblanzas son más personales, como la que se refiere a Ortega en conexión con la historia personal del autor.

Karl Rahner

En general, la teología que se ha hecho y explicado en España en el último medio siglo ha sido importada y, en consecuencia, escasamente creativa y, por ende, poco fecunda. Esa influencia ha tenido tres fases:

1) Aproximadamente hasta el Concilio, la influencia mayor llegó de Francia/Bélgica, con los acentos puestos en la Biblia, la liturgia y la pastoral, las dimensiones más postergadas, cuando no del todo olvidadas, por una neoescolástica que había degenerado en puro academicismo abstracto y conceptual.

Henri de Lubac

2) Desde el Concilio y hasta 1975, influencia germana gracias a sus teólogos presentes en el Concilio (Rahner, Ratzinger o Küng) y a que estaban ya por aquí algunos profesores que habían estudiado allí; pero con la teología católica alemana se coló también la protestante.

3) A partir de 1975, la referencia nos llega de las antiguas colonias merced a la experiencia de la Iglesia en América Latina, que tiene su primera expresión en la reunión del CELAM en Medellín (1968), luego matizada en Puebla (1979), y la llamada Teología de la liberación, con Gustavo Gutiérrez y el libro del mismo título como máximo exponente (1972).

Romano Guardini

Consecuencias prácticas del vuelco conciliar y de los vaivenes del posconcilio han sido tres demasías que uno no puede sino lamentar en la medida en que han propiciado ciertas poquedades y alguna que otra miseria:

1. Demasiadas publicaciones y traducciones. “Se ha publicado de todo sin orden ni concierto”, y no siempre ha prevalecido lo mejor: “La producción religiosa en España es inmensa, no siempre a la altura teórica y literaria que sería deseable. Son muchas las editoriales, demasiados los libros publicados con intención práctica inmediata y pocos, en cambio, los escritos con voluntad teórica y rigor científico”, escribe D. Olegario. Se ha publicado mucho y se ha traducido demasiado en detrimento de la producción propia: “Se comenzaron a traducir casi todos los autores de peso sin percatarse de que, si bien las afirmaciones materiales en muchos campos parecen idénticas entre protestantes y católicos, el marco general de referencia y los presupuestos hermenéuticos son sin embargo bien distintos, al no reconocer aquéllos una autoridad última normativa para la propia fe”. No siempre se tradujo lo mejor, y lo que se tradujo pocas veces se vertió de manera digna e inteligible, debidamente introducido y presentado. Naturalmente hay excepciones notables.

Congar (a la dcha.) con Ratzinger durante el Vaticano II

2. Demasiadas teologías. Tantas que resulta difícil recordar siquiera el nombre, eslogan o título con el que se asocian: desde la teología liberal protestante (y la exégesis), pasando por la teología dialéctica, hasta la dichosa fuente Q y las “búsquedas” del Jesus Seminar en los Estados Unidos; teología secularista, teología de la muerte de Dios, teología pluralista de las religiones, teología de la revolución, teología de la liberación, teología política… A esto habría que añadir las teologías regionalizadas, las orientadas, las desorientadas, las desoccidentalizadas y las globalizadas. En ese supermercado tan bien surtido y con tan amplia gama de productos, casi todos importados y de ocasión, D. Olegario denuncia un olvido, el de la teología anglosajona, no tanto de la exégesis cuanto de la teología sistemática. Otros quizá echen de menos algunos aspectos de la teología ortodoxa, en concreto aquellos a los que se refería Von Balthasar cuando hablaba de la “teología arrodillada”, que no es, desde luego, una teología humillada.

3. Demasiadas Facultades de Teología: “Hemos pasado de las dos Facultades de Teología existentes en 1970 al centenar de centros que hoy dan licenciatura en teología o en ciencias religiosas… Se han dinamizado las regiones con centros propios en sus capitales respectivas. Pero esa riqueza puede arrastrar consigo una depauperación intelectual que si no la descubrimos a tiempo puede ser mortal”. D. Olegario se pregunta si no sería preferible una cierta deslocalización o desregionalización de esos centros para concentrar esfuerzos, personal y economías en centros verdaderamente neurálgicos, prácticos y eficaces: “¿No es sobrecogedora, si no fuera trágica, la proliferación de universidades católicas, sin capacidad para una creación científica, técnica y literaria a largo plazo, sin el soporte financiero que les garantice la supervivencia y sin la autonomía jurídica necesaria que las sustraiga a las siempre renacientes veleidades episcopales?”.

La Universidad Pontificia de Salamanca

4. Aprendizaje justito y cogido con pinzas. En cuanto al aprendizaje en las facultades españolas, y salvo honrosas excepciones, D. Olegario tampoco se muerde la lengua: “¡Asombra ver a gentes estudiar teología sistemática, exégesis o derecho canónico sin tener acceso directo ni leer con sus propios ojos un texto conciliar, una página del Nuevo Testamento, un sermón de san Agustín, una quaestio de santo Tomás, un canon del Código de Derecho Canónico! Esto es la termita que está produciendo implacable una decadencia espiritual, pastoral e intelectual en la Iglesia. La responsabilidad de los formadores: Comisiones episcopales, obispos, provinciales de religiosos y religiosas, por inconsciencia o por desidia, es en este orden gravísima”. Si a esto añadimos que “los alumnos invierten los veranos en mil viajes, rodeos o experiencias pastorales, sin que a sus obispos, formadores o a ellos mismos les pase por la imaginación que podrían también dedicar esos meses al estudio de las lenguas antiguas (hebreo, griego, latín) y modernas (alemán, francés, inglés…) o a profundizar en el contenido de la filosofía y pensamiento contemporáneos”, el panorama resulta ciertamente sobrecogedor cuando no algo alarmante.

De refilón, D. Olegario nos enseña algunas cosas muy útiles y prácticas sobre la labor y misión del teólogo. Por ejemplo, resulta chocante que a dos teólogos aparentemente tan opuestos en sus puntos de partida y en sus métodos, como Rahner y Balthasar, los siente a la misma mesa y que precisamente a propuesta suya se creara la Escuela de Teología Karl Rahner-Hans Urs von Balthasar (1998). Quizá haya que buscar complementarios en los que suelen ser contrarios y no convenga ver precipitadamente oposición donde acaso sólo hay contraste, como dirían Machado y Guardini. Porque la tarea del teólogo es, y será siempre, doble: mostrar la filantropía de Dios (su esencial pasión por el hombre) y la teofilía del hombre (su esencial amor y deseo de Dios).

El libro de D. Olegario es un libro ameno y profundo, macizo y riguroso, como todos los suyos, pero es también un libro valiente. Su autor hace memoria bien crítica del pasado y no calla sobre el presente. Se aventura, se arriesga incluso a darnos cien títulos de libros que han hecho historia en el siglo XX y en los albores del XXI. Después de otear el horizonte con ojos de águila de Gredos, tras bien escrutar cumbres, laderas y quebradas con juicio penetrante y corazón irrequieto, D. Olegario mira y ve más allá, mucho más allá. Por eso, además de profundo, riguroso y valiente, el de D. Olegario es también un libro futurizo: los dos últimos capítulos del libro llevan por título “La teología del futuro” y “El teólogo del futuro”. En el primero de ellos, D. Olegario nos dice que el futuro de la teología española depende de dos factores: de la creatividad (perspicacia para oír, pensar e interpretar las realidades y textos cristianos normativos) de los propios teólogos dentro de la vida de la Iglesia, y en comunión real con los obispos; y de su relación con la cultura ambiental: “Universidad y sociedad en medio de las que el teólogo piensa, de las que recibe método, lenguaje y sensibilidad, y para las que habla o escribe”. Porque “Iglesia, universidad, sociedad, son el triángulo hermenéutico dentro del cual la teología cumple su misión proprísima”, la teología “tiene que ofrecer inteligencia y dar razón ante la Iglesia, ante la ciencia y ante la sociedad. Este silencio o ausencia social es quizá el mayor pecado de la teología en España durante los tres últimos decenios”.

El nuevo beato Newman es homenajeado en el libro

D. Olegario sabe muy bien que nuestra fe no va a estar más cerca del mundo porque quitemos de ella todo lo que a éste no le gusta oír: esa antigua pretensión saducea y liberal lo único que hace es despojar a la fe de su condición de levadura del mundo y de sal de la tierra, transformándola en “mundo” en el peor sentido que éste tiene para un teólogo, en el joánico. Pero sabe también D. Olegario que a nuestra fe, ni el mundo, ni su destino pueden serle ajenos: “A la Iglesia no le está permitido retirarse hoy de la vida pública, del diálogo cultural y del empeño misionero para concentrarse en su propia vida interior, como reclaman con la palabra o con los hechos ciertos grupos. La respuesta a Dios, la preocupación por sí misma y la responsabilidad para con el mundo son tres tareas con igual dignidad y ninguna puede ejercerse anulando a las otras”. Y para que bien se comprenda lo descabellado que es privilegiar cualquiera de las tres esquinas de esa triangular tarea en detrimento de las otras dos, el autor nos pone el ejemplo de un gran exégeta protestante (M. Dibelius) que llevó esta verdad hasta un extremo: “Un cristianismo para el que la santidad de su propio espacio cerrado respecto de los demás está en consideración más alta que la responsabilidad para con el mundo, personalmente siempre me ha sido extraño”.

En cuanto al teólogo del futuro se nos dice que su personalidad debe acreditarse ante los alumnos en tres niveles: intelectual, moral y religioso. “Casi cada hora de clase es como una celebración litúrgica”, llegó a decir Bultmann de uno de sus profesores. D. Olegario termina su libro con una cita de Ortega (que dijo en su día que “los errores del catolicismo español eran del catolicismo en cuanto español”, es decir, de la influencia negativa que lo hispánico había introducido en él) y con esta pregunta: “¿La historia y la cultura españolas [de los siglos XIX y XX] no hubieran sido otras si la Iglesia, sobre la marcha de la historia hispánica, hubiera tenido otro cultivo de la teología, otra libertad espiritual y otra lucidez moral, más perspicaces y críticas a la vez que menos acomodaticias?”.

En el nº 2.733 de Vida Nueva.

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