Pablo VI y Romero ya son santos (por fin)

El papa Francisco, canonización Pablo VI y Romero

La ‘ottobrata’ romana tiene fama de ofrecer una metereología suave y una luminosidad especial que dora los ya hermosísimos monumentos de esta ciudad. El domingo 14 de octubre respondió con total fidelidad a esa reputación y fue una jornada climáticamente inmejorable. En consecuencia, la plaza de San Pedro se llenó desde primeras horas de la mañana con una multitud variopinta donde se hizo muy patente la presencia de muchos latinoamericanos, especialmente salvadoreños (unos 7.000), venidos a festejar al “santo de América”, monseñor Óscar Romero.

La Gendarmería Vaticana ha estimado que el número de personas en la plaza era de 70.000; mi impresión es que esa cifra fue superada porque eran muy numerosos los italianos que ese día querían presenciar la subida a los altares de cuatro compatriotas suyos: el bresciano Giovanni Battista Montini, papa Pablo VI; los sacerdotes Francesco Spinelli, milanés, y Vincenzo Romano, napolitano; así como el joven Nunzio Sulpicio, que murió a los 19 años en el Hospital de los Incurables de Nápoles.

A un lado del altar se situaron los concelebrantes, cuyo número pocas veces ha sido superado en la reciente historia de la Iglesia: más de 100 cardenales, 500 arzobispos y obispos y unos 3.000 sacerdotes. En la eucaristía participaron todos los asistentes a la Asamblea Sinodal y el rito fue musicalmente acompañado por la Capilla Sixtina, reforzada por otros coros provenientes de Brescia, Cosenza y Torre del Greco, que sumaban más de doscientas voces.

Osoro y Rosa Chávez

Una vez situados, cada uno en el sitio que le correspondía, hizo su entrada en la plaza Francisco; le acompañaban los concelebrantes principales, entre los que se encontraban el arzobispo de Madrid, el cardenal Carlos Osoro, en representación del país natal de madre Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús, y el cardenal Gregorio Rosa Chávez, obispo auxiliar de San Salvador, muy ligado a monseñor Romero. El cíngulo ensangrentado del mártir salvadoreño ceñía la cintura del Pontífice.

El rito de la canonización se inició, después del canto del ‘Veni Creator’, con la intervención del prefecto de la Congregación para las Causas de los Santos, el cardenal Giovanni Becciu, quien leyó una breve biografía de los siete beatos, pidiendo al Santo Padre su inscripción en el catálogo de los santos. En torno a las 10:45 horas, “después de una larga reflexión y repetida invocación del auxilio divino, escuchado el parecer de muchos hermanos nuestros en el episcopado”, Bergoglio pronunció la solemne formula: “Declaramos y definimos santos [y aquí leyó los siete nombres], y los inscribimos en el catálogo de los santos, instituyendo que en toda la Iglesia sean honrados devotamente”. Apenas finalizadas estas palabras, estalló en toda la plaza un estruendoso aplauso que se prolongó algunos minutos.

Seguidamente, se inició la liturgia de la palabra, durante la cual se cantó, en latín y griego, el pasaje del Evangelio de Marcos en el que Jesús responde a quien le pregunta qué tiene que hacer para heredar la vida eterna: “Va, vende todo lo que tienes, y dáselo a los pobres; así tendrás un tesoro en el cielo. Luego, ven y sígueme”.

La homilía de Francisco estuvo dedicada en su primera parte a glosar este singular pasaje evangélico. “El Señor no hace teorías sobre la pobreza y la riqueza, sino que va directo a la vida. Él te pide que dejes lo que paraliza el corazón. (…) No se puede seguir a Jesús cuando se está lastrado por las cosas. Porque, si el corazón está lleno de bienes, no habrá espacio para el Señor, que se convertirá en una cosa más. Por eso la riqueza es peligrosa y, dice Jesús, dificulta incluso la salvación”.

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