Cardenal Porras: “La recepción de Medellín no fue inmediata ni del todo serena”

  • El arzobispo de Mérida (Venezuela) y administrador apostólico de Caracas señala en esta segunda entrega a Vida Nueva en relación a la Conferencia de la Iglesia Latinoamericana que cumple 50 años
  • “Puebla vino a ser un espaldarazo a lo iniciado en Medellín y Santo Domingo dejó más sombras que luces”, expone el purpurado

PREGUNTA.- ¿Qué queda hoy de aquel espíritu de Medellín en la Iglesia del continente, tras la cuestionada Conferencia de Santo Domingo (1992)?

RESPUESTA.- Al evocar esos nombres emblemáticos, me parece oportuno hacer una aclaración para despejar un equívoco de larga data. En efecto, los nombres de esas ciudades latinoamericanas remiten a otras tantas Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano (Río, 1955; Medellín, 1968; Puebla, 1979; Santo Domingo, 1992; Aparecida, 2007) y no, como muy a menudo se señala, a Conferencias del CELAM. Han sido, como su nombre lo indica, reuniones del conjunto del episcopado del continente y no del Consejo, organismo permanente de comunión y coordinación de servicio, cuya sede reside en Bogotá.

Precisado lo anterior, la recepción de Medellín no fue inmediata ni del todo serena. Surgieron seguidores y detractores en todos los niveles de la vida eclesial. Era natural, en el fondo, por un doble motivo: las tensiones acompañan permanentemente la realidad humana, constituida siempre por relaciones dialécticas, y se estaba dando un cambio copernicano que exigía cambio de mentalidad, apertura generosa a otra realidad, que exigía una renovada presencia de lo católico en un mundo cada vez más secular. Reconocer, admitir la autonomía de lo temporal, el desplazamiento de lo religioso de la centralidad de la vida de la sociedad, y en particular el carácter conflictivo, desigual e injusto de las relaciones sociales, de clase, exigía mucha humildad y coraje –una auténtica “conversión”– para roturar nuevos surcos a la vivencia de la fe.

La Conferencia de Puebla (1979), convocada por dos papas –Pablo VI y Juan Pablo II–, pretendió ser, en algunos de sus promotores, un correctivo sustancial a Medellín, en medio de experiencias dictatoriales y testimonios pastorales a favor de los Derechos Humanos (por ejemplo, el cardenal chileno Silva Henríquez y la Vicaría de la Solidaridad), sustituyendo la perspectiva social por la histórico-cultural. El resultado fue mucho más positivo, y vino a ser un espaldarazo a lo iniciado en Medellín, gracias a colosos del trabajo e iluminación como Lucio Gera, el jesuita Pierre Bigo y Alberto Methol Ferré, pues se ahondó en las líneas fundamentales de Medellín. En lugar de sustitución, se trató de una ampliación e integración de horizontes, y tuvo, tanto en su preparación como en su aplicación, una repercusión mayor, ya que la participación en su puesta en práctica fue masiva y generosa.

Santo Domingo (1992) tuvo más “sombras que luces”, aunque en el documento final hay algunos aspectos relevantes. Pero el clima de suspicacias y de imposición de una metodología extraña al sencillo esquema de “ver, juzgar y actuar”, empañó las labores. Recuerdo el testimonio que en uno de los círculos menores nos dejó el cardenal Martini, arzobispo de Milán y, a la sazón, presidente de las Conferencias Episcopales Europeas: “Me voy edificado de la forma como trabajan ustedes, la libertad con la que hablan, la audacia de citar casi de memoria textos bíblicos o magisteriales, cosa que nosotros los europeos no hacemos si no tenemos detrás un equipo de asesores; pero, sobre todo, el amor a la Iglesia y al Papa”.

La difusión y puesta en práctica del documento de Santo Domingo fue muy fría y poco atrayente. Pasó sin pena ni gloria, pero demostró la madurez del episcopado latinoamericano, que no se dejó agrietar ni amargar. El mejor ejemplo nos lo dio Dom Luciano Mendes de Almeida, SJ, quien supo guiar en aguas procelosas las discusiones de aquella Conferencia y llevarla a buen puerto sin naufragar en el trayecto, acompañado por un pequeño equipo de trabajadores infatigables, día y noche, entre los cuales se encontraba un hermano mayor en el episcopado, mi compatriota monseñor Ovidio Pérez Morales. El CELAM siguió, pues, su camino de animación en el continente y pudo llegar a Aparecida (2007) fortalecido y animado a ser fermento en la masa.

P.- Se ha dicho que el papa Francisco es “hijo de Aparecida (2007)”, ¿sería exagerado considerar que es “nieto de Medellín”?

R.- El papa Francisco es hijo de su época y de su tierra de origen. El haberse formado “a caballo” entre las etapas conciliares y el inmediato posconcilio es de una riqueza inconmensurable. Se puede apreciar en sus escritos “argentinos” y en sus intervenciones como Obispo de Roma. Francisco es, más que hijo, “partero” de Aparecida, porque estar al frente de la comisión redactora del documento final demostró el tacto con el que se asumieron las propuestas de los participantes. Las insuficiencias y/o deficiencias –pero no solo ellas– que se pueden observar en el documento tras la reglamentaria revisión romana son una muestra clara de trabajo sinodal, de respeto a los diversos puntos de vista. El mejor fruto es el que surge de los diálogos y consensos y no de las imposiciones.

Y algo más: se dejó a la iniciativa de cada conferencia episcopal el asumir desde la realidad de cada país su puesta en práctica. Trabajo complejo, lento pero necesario, para que la paciencia y la constancia que todo lo pueden conduzcan a la madurez de las comunidades eclesiales. Aparecida recoge y le da continuidad a lo que desde Medellín hasta hoy ha marcado el ‘iter’ de las Iglesias latinoamericanas y caribeñas.

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