Francisco insiste: “Si no confiamos en Dios, caemos en la idolatría contentándonos con pocas garantías”

  • El Papa ha vuelto a hablar de idolatría en la audiencia general, esta vez valiéndose del pasaje del becerro de oro
  • “Simbolizaba abundancia y fuerza, pero sobre todo era de oro. Éxito poder y dinero, las grandes tentaciones de la historia”

Francisco ha presidido hoy, 8 de agosto, como todos los miércoles, la audiencia general en el aula Pablo VI, esta vez particularmente repleta de fieles y peregrinos de todo el mundo. Continuando con las catequesis sobre los mandamientos, el Papa ha vuelto a hablar sobre la idolatría, esta vez centrándose en el pasaje del becerro de oro. Los judíos se encuentran en mitad del desierto, un lugar hostil, sin apenas agua ni comida. “El desierto es una imagen de la vida humana, cuya condición es incierta y no tiene garantías inviolables”, ha explicado el Pontífice.

Y ocurre algo que desencadena la idolatría: Moisés tarda en volver del monte “el punto de referencia, la guía tranquilizadora, falta, y esto se vuelve insostenible. Entonces las personas piden un Dios visible para poder identificar y orientarse”. Como ha dicho el Obispo de Roma, “la naturaleza humana, para escapar de la precariedad, busca una religión de “hágalo usted mismo”: si Dios no se muestra a sí mismo, nos hacemos un Dios a medida”.

Éxito poder y dinero

Pero ¿por qué un becerro y por qué de oro? Francisco ha explicado que la ternera o becerro tenía un doble significado en oriente, por un lado representaba la fertilidad y la abundancia, y por el otro representaba energía y fuerza. “Pero sobre todo es dorado, es un símbolo de poder y riqueza. Éxito, poder y dinero. ¡Estas son las grandes tentaciones de todos los tiempos! El becerro es el símbolo de todos los deseos que dan la ilusión de libertad y en su lugar esclavizan”, ha sentenciado el Pontífice.

Todo esto sucede por la incapacidad de confiar en Dios por encima de todo -ha proseguido-. Él nos apoya en la debilidad, la incertidumbre y la inseguridad. Sin la primacía de Dios, uno cae fácilmente en la idolatría y se contenta con pocas garantías”. Así, cuando uno conoce a Jesucristo “reconoce que su debilidad no es una desgracia, la salvación de Dios entra por la puerta de la debilidad para hacernos fuertes”. Por tanto “la verdadera libertad” del hombre consiste en dejar que Dios sea nuestro señor, y no los ídolos, en “aceptar nuestra propia fragilidad y rechazar los ídolos de nuestros corazones”.

Los cristianos miramos a Cristo crucificado, despojado de todo, maltratado y torturado, “pero en Él se revela el rostro del verdadero Dios, la gloria del amor y no la del engaño. Nuestra recuperación proviene de Aquel que se hizo pobre, que aceptó el fracaso, que llevó nuestra precariedad hasta el final para llenarla de amor y fortaleza”. Así, en Cristo nuestra debilidad se convierte en “un lugar de encuentro con el Padre”, ha concluido Francisco.

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