Sacerdotes en el punto de mira: yo fui denunciado falsamente por abusos

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Las iglesias de lugares tan distintos como Chile, Estados Unidos, Escocia, Australia, Irlanda o Alemania están viviendo auténticos procesos de purificación –dentro de sus filas y ante la opinión pública– como consecuencia de los abusos y escándalos vividos en las últimas décadas por parte de algunos clérigos y militantes destacados. Este hecho, junto con la mayor sensibilidad hacia los deberes y el “interés del menor” –ratificado por la ONU en la Convención de los Derechos del Niño y un sinfín de legislaciones nacionales– ha generado un caldo de cultivo para falsas acusaciones. En diferentes contextos, y a través de diferentes delitos, profesores, cuidadores de guardería y, por supuesto, sacerdotes han sido víctimas de estas calumnias.

Aunque este fenómeno aparece de forma más clara en los países donde estos abusos han estado más presentes en tribunales civiles y eclesiásticos, también en España hay víctimas de falsas acusaciones que tratan de rehacer su vida, aunque nunca estarán exentas de la sospecha y la crítica.

Vida Nueva ha podido hablar con un sacerdote y miembro de una congregación religiosa con fuerte presencia en el mundo educativo que fue acusado hace unos años por la familia de un alumno –a la que se sumarían otras enseguida–. Fue absuelto por el Tribunal Supremo y la Audiencia Provincial tras ser acusado de abusos sexuales y agresiones físicas –los magacines de la mañana en televisión hablaban de una treintena de menores como víctimas del religioso–. Aunque el final del proceso judicial le da cierto “alivio”, nada puede hacer que olvide el “calvario” vivido, que le ha llevado a tener que cumplir prisión preventiva, alejarse de la docencia y tener que responder en un juicio con una enorme presión mediática ante tan graves acusaciones. Y eso, a pesar de que muchos de quienes le conocen bien no tuvieron dudas sobre su inocencia desde el principio.

“Una amargura incalculable”

El proceso, desde las primeras denuncias hasta la resolución del Supremo, duró cuatro años, que llevó “con muchísimo dolor, sufrimiento y una amargura tremenda, incalculable”. Aunque no olvida su paso por el calabozo, primero, y por prisión, después, es consciente de que se sobrepuso a esa situación gracias a los funcionarios y “a un libro de oraciones y un rosario” que nunca ha dejado de tener cerca en esos años. También recuerda los apoyos de quienes trataron de hacer efectiva su “presunción de inocencia”. “La justicia les ha dicho a todas esas personas que no perdieron el tiempo y no se equivocaron”, señala. Aunque entiende las reticencias de las personas, al tratarse de algo tan duro como el maltrato y los abusos a menores.

En el caso del sacerdote parece que una venganza fue lo que estuvo detrás de la primera denuncia, pero, más allá de eso, ahora siente que ha aprendido de los errores y negligencias que ha cometido en este caso y en su forma de ser educador. Eso sí, le apena que para algunos su situación fue “un ataque a la Iglesia”. “Fui un objetivo fácil para hacer daño a la institución”, confiesa. “Los sacerdotes somos un blanco fácil”, señala rotundamente al echar la vista atrás y contemplar estos años dolorosos. “Basta lo que diga alguien, sin pruebas, para que uno esté totalmente cazado”, añade. La Iglesia debe ponerse exigente, pero sin llegar a los extremos de determinadas medidas cautelares que han surgido a partir de un rumor, opina.

Este proceso le ha llevado a convencerse de que “se tiene que llegar a un justo equilibrio entre la tolerancia cero que propone el Vaticano, las medidas cautelares y la presunción de inocencia de los sacerdotes”. Y es que entre estos tres elementos hay un desequilibrio que se pone muy de manifiesto “cuando las pruebas no son contundentes o cuando el sacerdote resulta absuelto”. En su caso hubo pruebas falsas y continuos cambios de testimonio.

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