Minería, violencia y criminalización

Censat Agua Viva y OCMAL alertan sobre vulnerabilidad de la movilización ambiental

El 1° de septiembre de 2011 fue asesinado José Reinel Restrepo, párroco de Marmato (Caldas). El sacerdote había levantado su voz en contra de un proyecto de minería de oro a cielo abierto en el municipio. La iniciativa impulsada por Gran Colombia Gold, una empresa de capital canadiense, buscó desde sus inicios que el casco urbano de Marmato fuese trasladado a otro sitio, con la idea de hacerse con los yacimientos de toda una montaña.

“Me tienen que sacar a bala”, se le oyó decir al párroco. Las amenazas que días antes del homicidio había sufrido se materializaron el día de su muerte en hechos que permanecen en la impunidad y sin una investigación exhaustiva por parte de las autoridades.

Defensa y peligro

El caso de Restrepo se suma al de otros líderes sociales asesinados en el marco de conflictos socio-ambientales en el país. Global Witness publicó un informe en 2016 en el cual califica a Colombia como el tercer país más peligroso para los defensores de tierra, territorio y medio ambiente. El dato lo trae a colación Milson Betancourt en Minería, violencia y criminalización en América Latina, un estudio recientemente publicado con el respaldo de Censat Agua Viva y OCMAL.

Sostiene el autor que la poderosa relación entre minería y violencia es en Latinoamérica más antigua de lo que se dice. El continente es, a su juicio, heredero de una larga historia de violencias múltiples asociadas a proyectos extractivistas. El ordenamiento moderno-colonial subordinó cuerpos y territorios; con influencia hasta hoy, su idea de progreso se impone a costa de la existencia de miles de pueblos arraigados a su querencia.

Días atrás, durante el lanzamiento del documento en la sede de la Fundación Heinrich-Böll-Stiftung, se pusieron en común varias experiencias de resistencia y defensa ambiental en Colombia, para visibilizar su valor como expresión cultural, pero también para examinar los desafíos que afrontan. Y esto, debido incluso a formas sutiles de violencia permanente, como la criminalización de la movilización social.

Jefferson Rojas, parte del proceso en contra de la explotación minera a gran escala en Cajamarca (Tolima), se refirió un episodio en el marco de la controversia entre la minera Anglo Gold Ashanti y opositores de La Colosa. Sucedió en 2013, cuando Iván Malaver, entonces encargado de comunicaciones del proyecto, a través de un mensaje de texto a Rafael Hertz, para la fecha vicepresidente de la compañía, afirmó que había guerrilleros entre quienes rechazaban la apertura de la mina.

Una denuncia interpuesta por integrantes del proceso social alertó en su momento que tales señalamientos ponían en grave riesgo la integridad y vida de los defensores de la vocación agrícola de la región en su oposición a “una masacre ambiental y social”.

Milson Betancourt, en el texto ya citado, señala que la relación entre violencia y minería cobra una  particular dimensión en Colombia debido al escenario social y político en que se inscribe. “Colombia se reconoce como un país con un conflicto armado interno de más de 50 años”, subraya el investigador.

La posibilidad de vínculos entre grupos paramilitares y empresas de capital extranjero complejiza las formas de violencia contra la población civil, sometida a presiones de las corporaciones, pero también de grupos al margen de la ley.

Ese mismo año fue asesinado César García, uno de los más activos detractores a la irrupción de la minería en la región. Desde entonces no ha cesado de agudizarse la inseguridad en la vida de los miembros del proceso. En 2014 mataron a Daniel Sánchez, de COSAJUCA (colectivo socio-ambiental juvenil de Cajamarca). Y en los últimos meses amenazas firmadas por las Águilas Negras han comenzado a ser difundidas con un lenguaje que declara guerra a los supuestos enemigos del “progreso”.

Por estos y otros hechos Jefferson afirma que no hay garantías en Colombia para la defensa de los territorios. Expresiones como “descajamarquizar” la democracia, en alusión al freno que según algunos debe ponérsele al alcance de las consultas populares en el país, exponen a las comunidades que han buscado la forma de afirmar su posición en defensa del bien público. Instituciones del Estado admiten que sus esfuerzos sean deslegitimados y no ponen freno al cerco mediático contra liderazgos que, como es recurrente, son señalados de mantener relaciones (nunca probadas) con la insurgencia, como una forma de operativizar la criminalización de sus demandas.

Iniciativas de resistencia

Con todo, se multiplican iniciativas de resistencia que le apuestan también a un cambio en las relaciones, no solo con el territorio, sino también entre quienes conforman la comunidad. Fortaleza de la montaña es un proceso que nació años atrás en Guasca (Cundinamarca), de la mano de un grupo de jóvenes interesados en salvaguardar la cultura campesina y ahondar en un mayor conocimiento de su territorio.

El páramo de Chingaza surte el 80% de las aguas que alimentan a la capital del país; sin embargo, tiene cuencas amenazadas, como la del río Siecha. Minería, exploración de hidrocarburos y ganadería extensiva en el municipio se enfrentan a formas de arraigo y desarrollo de la conciencia ambiental, expresadas en festivales, foros y expresiones murales. Dos maneras de entender la vida y el trato con la naturaleza que colisionan.

Una olla comunitaria en pleno parque municipal confronta los imaginarios sobre aspectos de un ethos campesino a recuperar: un llamado a regresar a la lógica del compartir y del cuidado mutuo. “Una forma de recuperar el tejido comunitario”, explica Jaime Andrés Castañeda, miembro del colectivo.

La respuesta: ser llamados marihuaneros, estar en la lupa de intereses politiqueros en vísperas de contiendas electorales, ver cómo se cierran las puertas de las instituciones públicas que deberían apoyar iniciativas provenientes del ámbito civil.  

La única opción: perseverar en la brega detrás de una respuesta para la pregunta por cómo ser campesino hoy, cuando más se reta al joven a arraigarse en el territorio y participar de los procesos de conservación de lo común. Así lo explica Jaime, al añadir que también ha sido necesario avanzar en estrategias de autocuidado. No está de más, cuando la seguridad puede estar en riesgo.

Y es que como afirma Milson Betancourt en su estudio, todo apunta a que el desafío para las comunidades es y será gigante frente a las intervenciones que se avecinan en un país donde extractivismo, violencia y criminalización han interactuado mutuamente de diversas maneras en su historia y geografía. Pervive el mensaje de Berta Cáceres, mártir hondureña de la defensa ambiental, a quien Betancourt recordó al compartir su investigación: “Vós tenés la bala… yo la palabra; la bala muere al detonarse, la palabra vive al replicarse”.

 

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