El comentario del Evangelio, por Pedro Barrado

  • Domingo 6 de agosto. La Transfiguración del Señor

Daniel 7,9-10.13-14

Mientras yo continuaba observando, alguien colocó unos tronos y un anciano se sentó. Sus vestiduras eran blancas como la nieve y sus cabellos como lana pura; su trono eran llamas; sus ruedas, un fuego ardiente; fluía un río de fuego que salía de delante de él; miles de millares lo servían […] y vi venir sobre las nubes alguien semejante a un hijo de hombre; se dirigió hacia el anciano […] Se le dio poder, gloria y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará.

un anciano se sentó
Nadie dice quién es este anciano, pero la descripción lo presenta como rey: está sentado en un trono. La postura sedente, que denota poder y majestad, es la propia del rey. La ancianidad apunta a la sabiduría y el conocimiento. Dice un refrán que más sabe el diablo por viejo que por diablo.

Sus vestiduras eran blancas
Las vestiduras de este rey son blancas, así como sus cabellos (como lana pura o limpia). En la simbología apocalíptica, el blanco es el color de la divinidad. Probablemente porque es el que más adecuadamente remite a la luz, un atributo asociado al mundo divino.

semejante a un hijo de hombre
Esta figura humana hay que contemplarla en contraste con las cuatro figuras animalescas y monstruosas que han aparecido al comienzo de la visión (7,2-8). Frente a la animalidad, que representa al mal, surge “como un hijo de hombre” al que se le conceden atributos divinos.

Su poder es eterno
En el original arameo, el poder es dominio, soberanía. A pesar de su figura humana, este “hijo de hombre” –aquí aún no es título– está asociado a la divinidad: se le da poder, gloria y reino, y un reino eterno que jamás será destruido. No es raro que los cristianos lo identificaran desde el principio con Jesús.

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