Simone Weil, o cuando la atención es condición necesaria para la oración

Simone Weil pensadora judía francesa

Estamos en 1940, Francia está parcialmente ocupada por los nazis y la intelectual judía francesa Simone Weil, una de las voces más originales del siglo XX, después de muchas vacilaciones deja París, junto con sus padres; se traslada primero a Vichy, después a Toulouse y finalmente en septiembre a Marsella, donde espera que sea más fácil embarcarse para alcanzar a los hombres de la Francia libre, el movimiento de la resistencia organizado por Charles de Gaulle en Inglaterra.

Su proyecto se revela pronto de difícil realización y, obligada a permanecer durante más tiempo en la ciudad mediterránea, crea nuevas relaciones culturales y de amistad, renueva la relación con viejos conocidos y busca trabajo como obrera agrícola. Esta parada forzada, que le impide a corto plazo realizar su proyecto político, no es infructífera. En Marsella, entre 1940 y 1941, la joven filósofa vivirá uno de los períodos espiritualmente más fecundos de su vida.

De hecho, se remonta a este período, además de la elaboración de los ‘Cuadernos de Marsella’ y de los escritos sobre la tradición griega que confluyeron en ‘La Grecia’ y las instituciones precristianas, la composición de algunos ensayos sobre el amor de Dios que representan auténticas joyas de meditación cristiana. Dos, entre ellas, reflejan precisamente el de la oración: ‘A propósito del Pater’ y ‘Reflexiones sobre el buen uso de los textos escolares en vista del amor de Dios’.

No había rezando nunca

Antes de su llegada a Marsella, Simone Weil no había rezado nunca. Ciertamente, ya había tenido en 1937 la experiencia de Asís, en la que por primera vez en su vida algo más fuerte que ella la había obligado a arrodillarse mientras se encontraba en Santa María de los Ángeles, en la capilla de la Porciúncula; y después durante la Pascua de 1938, la de Solesmes, el inesperado encuentro con Cristo, de tú a tú, mientras recitaba la poesía de George Herbert, ‘Love’.

Pero nunca hasta ahora –confía a Joseph-Marie Perrin, el joven padre dominico conocido en Marsella con el cual mantiene en este período un amplio intercambio epistolar– había rezado, en el sentido literal de la palabra. Nunca había dirigido una palabra a Dios, nunca había recitado una oración litúrgica. ¿Qué había sucedido? ¿Qué le había empujado a rezar?

Mientras trabajaba en la granja de Gustave Thibon, le ‘philosophe-paysan’ que la había contratado por indicación de Perrin para enseñarle un poco de griego, Simone había pensado utilizar el texto del ‘Pater’. Y fue entonces cuando la dulzura infinita de ese texto griego la conquistó, hasta tal punto de que durante algunos días no podía hacer otra cosa que recitarlo ininterrumpidamente para sí misma y, cuando más tarde empezó a vendimiar, cada día, antes de comenzar el trabajo, recitaba el ‘Pater’ en griego, y a menudo lo repetía en el viñedo.

Desde ese momento en adelante, se propuso recitarlo cada mañana con atención absoluta. “Si mientras lo recito –confía al padre dominico de quien se hizo amiga– mi atención se desvía o adormece, aunque sea solo una milésima de segundo, comienzo desde el principio hasta que haya obtenido de una vez la atención absolutamente pura”.

Es fácil deducir de esta cita cuánto el concepto de “atención” es importante para comprender la concepción weiliana de la oración. De hecho, para la pensadora judía francesa rezar no significa otra cosa más que orientar hacia Dios toda la atención de la que el alma es capaz, como se lee en un bonito ensayo escrito por los estudiantes católicos de Montpellier, ‘Reflexiones sobre un buen uso de los textos escolares en vista del amor de Dios’. (…).

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