José Beltrán, director de Vida Nueva
Director de Vida Nueva

Ser pañuelo


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MIÉRCOLES 1. Encuentro con Galli, teólogo y amigo de Bergoglio. Me enseña a conjugar un verbo en alza: “franciscanear”. No anda lejos de “balconear”, pero juega a parecer que uno se ha subido al carro de Francisco. Traje de quita y pon. Anden con ojo. Se les caza con más facilidad que a los Pokémon. Los que tienen mitra puntúan doble. ¿El problema? Quienes “franciscanean” no evolucionan, como sí lo hacen las criaturas virtuales.

VIERNES 3. Reservé el asiento estratégicamente para no molestar ni ser molestado. Ventanilla. Quería aprovechar las tres horas de tren hasta Alicante para trabajar. Un minuto antes de la salida, una chica se sienta a mi lado. Llega con sofoco. Recompongo mi chiringuito. Yo, frente a la pantalla. Ella, al teléfono. Solo oigo su voz. No escucho. Termina la conversación. Sigo a lo mío. Al levantar la mirada del ordenador, la veo secarse las lágrimas con la mano. Caen. Siguen cayendo. Incapaz de preguntar o romper su burbuja de intimidad. Apenas llevamos cinco minutos compartiendo asiento. Yo, que soy un mendigo de pañuelos, recuerdo haber echado un paquete en el maletín. Me lanzo a por ellos, como si fuera un kit de primeros auxilios. Lo es. Llego justo a frenar la hemorragia lacrimal. Un pañuelo, una sonrisa. Sin más. Sin intercambio de palabras. Se calma. Dos horas y media después, se apea en Villena. “¡Hasta otra!”, se despide. Ser pañuelo.

SÁBADO 4. Comunidad de religiosas mayores. “Es lo mejor que tenemos en esta casa”, me dice la superiora antes de adentrarme en el comedor. Lo certifico. Detrás de cada tazón de leche, una vida entregada a los más pequeños. Ahora son faros. De oración. De abnegación. De ternura.

DOMINGO 5. Fin de misa de ocho. Quien tengo a mi lado me pregunta qué me ha parecido el sacerdote. Me ahorro el comentario. Y miro mis flaquezas. “Que, a pesar de mí, el mundo crea”. Hacía tiempo que no me sentía sospechoso. Él lo logró. Por su mirada, por la desconfianza manifiesta que partía de sus manos. Conmigo y con toda la feligresía cuando se acercaban a comulgar. Le disculpo en parte. Porque yo mismo pongo cien ojos ante algún adolescente escolar que quiere hacer de las suyas cuando se acerca al altar. Pero hoy no parecía haber moros en la costa. Salvo que nos identificara a todos y cada uno como tal. Resulta que solo éramos pueblo. La monja que comulgó delante. La jubilada que venía detrás. Y yo.

jose.beltran@ppc-editorial.com

Publicado en el número 3.023 de Vida Nueva. Ver sumario