El cardenal Etchegaray regresa a sus orígenes

cardenal Roger Etchegaray

El que fuera “embajador personal” de Juan Pablo II deja Roma tras más de tres décadas de servicio en la Curia

cardenal Roger Etchegaray

ANTONIO PELAYO (ROMA) | Ha vuelto a sus raíces en el País Vasco francés: tras más de 30 años en Roma, Roger Etchegaray ha hecho las maletas y se ha vuelto a su pueblecito natal de Espelette, en el departamento de los Pirineos Atlánticos. Antes de abandonar su apartamento en el trasteverino Palacio de San Calixto, este purpurado –que cumplirá 95 años en septiembre– se ha despedido en sendas audiencias del papa Francisco y del emérito Benedicto XVI.

Mi relación con él se remonta a 1969; el entonces secretario del Episcopado francés quiso estar en la consagración episcopal de Antonio Montero como obispo auxiliar de Sevilla. Mi predecesor en el diario Ya me pidió que le acompañase durante su breve estancia en la ciudad del Guadalquivir, cosa que hice con sumo gusto. Así nació una amistad que aún hoy continúa y que se fortaleció durante los años en que ambos permanecimos en Roma.

Un mes después de nuestro encuentro sevillano, Etchegaray fue nombrado por Pablo VI obispo auxiliar de París, cuyo cardenal entonces, François Marty, le consagró en la catedral de Notre Dame. En 1970, el propio Montini le hizo arzobispo de Marsella y, el año sucesivo, fue elegido presidente del Consejo de Conferencias Episcopales Europeas. En el primer consistorio de su pontificado, san Juan Pablo II le creó cardenal y, en 1985, se le trajo a Roma como presidente de ‘Justicia y Paz’ y de ‘Cor Unum’.

Su relación con Wojtyla fue tan estrecha que el Papa polaco le convirtió en su “embajador personal”. Para cumplir delicadas misiones diplomáticas, viajó a los cinco continentes: Irán-Irak durante la cruenta guerra que enfrentó a ambos países, Líbano en pleno conflicto civil, Ruanda, Burundi, África del Sur, Mozambique, Etiopía y Angola, la entonces Unión Soviética, donde estableció sólidas relaciones personales con los sucesivos patriarcas de Moscú, y Cuba; en la isla del Caribe fue recibido más de una vez por Fidel Castro y, en su primera visita, ya se habló del histórico viaje que años más tarde realizaría Juan Pablo II.

Entre otros “récords”, puede enorgullecerse de haber visitado en cuatro ocasiones China: la primera en 1980, invitado por las autoridades de Pekín, y después –siendo ya cardenal romano– en 1993, 2000 y 2003. “Para entrar verdaderamente en China, es necesario pasar –declaró a la revista 30Giorni– por la puerta del corazón, de la amistad, como lo había entendido el jesuita Matteo Ricci”.

Vasco universal

Etchegaray personalizaba a la perfección las características del vasco universal. Vasco que no renuncia a la txapela y al acento rocoso de sus orígenes, pero que se encuentra a gusto en cualquier rincón de la tierra.

Le he visitado muchas veces en su apartamento de San Calixto, cuya puerta era como un jardín. En su capilla tenía un sagrario etíope de paja y una gran colección de iconos, algunos regalados y otros comprados con sus ahorros. Los recuerdos de sus viajes por el planeta eran numerosos: un arpa birmana, un sombrero mexicano, una espada iraquí (regalo de Sadam Husein, al que visitó para pedirle que evitase la segunda guerra del Golfo) y un sinfín de fotos en escenarios tan diversos como Nueva York o Maputo, Hong Kong o Pretoria.

Amaba a España y seguía de cerca la situación del País Vasco, sobre el que le informaban en sus visitas a Roma los obispos de Bilbao, San Sebastián o Vitoria. Más de una vez debió desmentir que hubiese actuado como mediador en los duros años del terrorismo etarra. “Nunca me lo han pedido –me dijo una vez– y solo habría aceptado si el Papa me lo hubiese pedido”.

Publicado en el número 3.023 de Vida Nueva. Ver sumario

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