Tribuna

Franz Jalics, mi maestro

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Pablo d'Ors, sacerdote y escritor PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor

Un día de diciembre de 2012, un desconocido entró en mi despacho del hospital Ramón y Cajal, donde entonces trabajaba como capellán, para felicitarme por mi ensayo Biografía del silencio y para regalarme un libro titulado Ejercicios de contemplación. A su autor, Franz Jalics, yo no lo conocía.

– Creo que le gustará –dijo sonriéndome.

Comencé subrayando las palabras o párrafos que más me impactaban para, de ahí, transcribir en los márgenes del libro las frases más sugerentes. Conforme avanzaba en la lectura, el entusiasmo fue tal que terminé por estrenar un cuaderno donde fui transcribiendo las ideas más importantes y originales del texto. Había encontrado a un verdadero autor o, lo que para mí es lo mismo, había encontrado un amigo. Encontrar a Jalics fue para mí, casi desde el primer momento, todo un acontecimiento. ¡Necesitamos tanto de amigos así!

De aquellos Ejercicios me asombraron muchísimas cosas, pero aquí subrayaría la idea de la meditación como camino de purificación de las propias sombras, algo que apuntaba al trabajo espiritual como vía para la reconciliación con uno mismo. También me impresionó el íntimo vínculo que Jalics establecía entre el amor a Dios, a nosotros mismos, y a nuestros semejantes, llegando a afirmar que se trata del mismo y único amor.ilustración de Tomás de Zárate para el artículo de Pablo dOrs 3020

Antes de terminar de leerlo, comprendí que deseaba conocer al hombre que lo había escrito. Indagué y di con él. Jalics, que en aquel tiempo contaba 86 años, vivía en un pueblo en el sur de Alemania, en una casa de espiritualidad fundada por él. Le escribí un correo, me contestó. Le solicité ser recibido, accedió. Me matriculé en uno de sus cursos, fui aceptado. En noviembre de 2013 le conocí en persona. Nadie me ha producido nunca una conmoción tan profunda.

Desde que le tuve frente a mí comprendí que me encontraba ante un gran maestro espiritual, posiblemente un santo. Aquel hombre irradiaba –ese es el verbo– una gran fuerza y bondad. Su presencia suscitaba en mí un doble y paradójico movimiento. Por una parte, me rebajaba, haciéndome comprender que mi altura ética o, cómo decirlo, mi nivel de humanidad era ínfimo en comparación con el suyo; por la otra, su presencia de ojos claros y benévolos me ascendía, pues me invitaba a crecer y a subir al nivel en el que realmente me corresponde vivir.

Durante los doce días que pasé en aquella casa, Jalics me brindó un trato muy especial: me recibió a diario; respondió a todas mis preguntas; iluminó mi propia trayectoria de sacerdote y escritor. Iluminar es también aquí el verbo más adecuado.

A la vuelta a Madrid, revisando las notas de mis conversaciones con él, descubrí que el contenido de sus respuestas era bastante simple. Y comprendí algo capital: que Jalics no aportaba soluciones a los problemas que le presentaba, pero que bastaba que los pusiera ante él para que se disolvieran. Con “disolver” quiero decir que esos problemas se revelaban insignificantes ante él y que, en último término, cargar con ellos me hacía bien. Jalics no eliminaba mis oscuridades; me mostraba cómo atravesarlas para acceder al núcleo de luz que se escondía tras ellas. Esto me hizo comprender el camino espiritual como nunca lo había entendido. Entendí, por fin, que todo, a fin de cuentas, es para bien.

– Querido Pablo, no me hagas demasiada propaganda –me pidió en uno de nuestros últimos encuentros-. Yo soy ya muy viejo y me siento cansado –me dijo también, y me brindó una de sus inolvidables sonrisas.

Se lo prometí, pero no he podido cumplirlo. Mi vida es hoy un testimonio de la potencia de su obra y figura. Confío en que Jalics, mi maestro, disculpe mi desobediencia. Y confío, sobre todo, en que su comprensión de la meditación como redención de la conciencia llegue al corazón de todos los buscadores del espíritu.

Publicado en el número 3.020 de Vida Nueva. Ver sumario