Jericó, el infinito vuelo de los días

 

Jericó: un cine distinto

Las protagonistas cuentan sus historias con la naturalidad y desparpajo con que suelen conversar en sus casas. Ni un solo gesto estudiado, nada de palabras escogidas para impresionar, y una actuación espontánea que convence y seduce. Oírlas es un placer y seguir sus historias tiene mucho de revelación sobre la naturaleza de las relaciones entre las personas de este pueblo emblemático. También revela la naturaleza y profundidad de sus sufrimientos y de lo que ocurre en el corazón de las víctimas.

No sé si la joven directora, Catalina Mesa, se lo haya propuesto así, pero logra una particular visión del alma de las mujeres de Jericó. Parece pretensioso, pero logra eso: poner en evidencia cómo son, cómo piensan, cómo viven estas mujeres.

Esa alma está hecha de un profundo sentido religioso. No es un chiste, pero estas mujeres traen y llevan lo divino como parte integral de sus vidas. Quienes han seguido la vida de la santa jericoana, Laura Montoya, encuentran una relación sorprendente de esta mujer con Dios, a quien mantiene presente y vivo en todo cuando vive y hace; como ocurre en la vida de estas mujeres que pelean con Dios, que lo urgen, lo retan y lo relacionan con todo lo que les sucede.

Esta película sobre Jericó es una propuesta nueva que no parece necesitar de aquellos recursos de atracción del cine comercial. No es cine turístico, pero despliega el esplendor de los escenarios, todos registrados con una cuidadosa y hermosa fotografía; se vale de sus sorprendentes personajes, todos con el mérito de no haber actuado nunca y cada uno con la gracia suprema de llevar consigo una historia que se mueren por contar y que cuentan con una sensación de alivio, como poniéndose en paz con la vida.

La película ha sido exhibida con éxito en varios importantes festivales de cine, a veces como documental, a veces como cine, como si pusiera a prueba los esquemas tradicionales. La verdad es que excede las clasificaciones conocidas.

Usted oye una tras otra estas historias, se deja encantar por las imágenes del ambiente en que ocurren; al final descubre que el relato lo ha atrapado y que ha logrado mirar la realidad con ojos ajenos: los de la narradora. Esa experiencia se repite con cada una de ellas de modo que, si después de ver la película usted va a Jericó, encontrará que ya conocía esa ciudad por dentro.

Lo demás es el marco espectacular en que la historia sucede: el cerro del Salvador desde donde se ve el trazado de la ciudad, su catedral, las ceibas de la plaza, el cerro de las nubes, los toldos de la plaza, las ventas de carrieles, las calles deslumbrantes por el colorido de puertas, ventanas y paredes, todo tan transparente y diáfano como si fuera el primer día de la Creación. Yo dejaría como título de la película: Jericó, sin la pretensiosa e inútil frase que le sigue.

Javier Darío Restrepo

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