Eduardo Mendoza: un Cervantes para un caballero de la literatura

Eduardo Mendoza, novelista, Premio Cervantes 2016

El novelista catalán obtiene el Premio por “la sutileza e ironía” de una obra literaria marcada por el humor y la historia

Eduardo Mendoza, novelista, Premio Cervantes 2016

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Este caballero de bigote epicúreo en el que se encierra la gran literatura clásica y una bondad que se antoja purificadora y decadente es el nuevo premio Cervantes, ese Nobel para hispanohablantes que acaba de cumplir cuarenta años. Los mismos que han transcurrido desde que Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) publicó su primera novela: La verdad sobre el caso Savolta (1975), con la que “inaugura una nueva etapa de la narrativa española en la que se devolvió al lector el goce por el relato y el interés por la historia que se cuenta, que ha mantenido a lo largo de su brillante carrera como novelista”, a decir del acta del jurado del Cervantes.

“Un final de trayecto feliz”, según confesó el autor en Londres, donde se encontraba cuando el ministro de Cultura, Iñigo Méndez de Vigo, le comunicó el 30 de noviembre el galardón –que conlleva 120.000 euros de dotación– y donde vive el autor de La ciudad de los prodigios (1986) cuando se cansa de Barcelona. “Es el refugio que siempre quise tener”, confiesa.

Pero el mayor refugio de Mendoza es la lectura: “La literatura es importante –según afirmó–, pero lo es por acumulación. Podría haber un libro que cambiara tu vida, pero lo que realmente te cambia la vida es ser lector, alimentarse de las ideas, las imágenes y los acontecimientos que nos han ido transmitiendo en el tiempo y en la distancia”.

Este traductor que hizo carrera en la ONU y que prefiere ser confundido como lector antes incluso que novelista –“la literatura y la vida es todo lo mismo. Solo vivimos lo que leemos, lo que comemos y lo que tocamos”– apenas tiene enemigos. Mendoza cree ante todas las cosas en la cortesía, tanto como en Roma y Grecia como sustento literario. “Un escritor es un lector que se equivoca y quiere escribir las novelas en vez de leerlas”. Así se reconoce a sí mismo. Como Pío Baroja, “el modelo más próximo y más afín cuando empecé a escribir, pero el Baroja huraño y sentimental de Los amores tardíos o el trepidante de El escuadrón del Brigante”. Y, por supuesto, como Miguel de Cervantes: “Y no solo El Quijote, sino también el humor, la modestia y la perfección de las Novelas ejemplares”. La lista, evidentemente, no se agota: “Dickens, el más divertido y el más rico en registros. Tolstoi, la cumbre inalcanzable. Y bajando de las alturas, Raymond Chandler”.

Con una vis cómica

Ah, el humor. Mendoza, sobre todas las casos, es el autor de Sin noticias de Gurb (1991). “Es difícil encontrar a alguien en España que, por gusto o por disgusto, no haya leído la novela”, afirma. Ese vitriólico sentido del humor detrás del cual hay siempre una evidente crítica y denuncia social ha sido su inconfundible sello, sobre todo en los últimos años, en los que ha reincidido en su imagen de autor reverenciado y popular, insistiendo en las desventuras del innominado protagonista, injustamente conocido como “el detective loco”, de la saga que comenzó con El misterio de la cripta embrujada (1979) y siguió con El laberinto de las aceitunas (1982), El misterio del tocador de señoras (2001) –sin duda, la mejor–, El enredo de la bolsa o la vida (2012) o El secreto de la modelo extraviada (2015), que ha sido su última novela, de momento.

Pero esta vis cómica –“callejera”, según el propio autor– solo representa una parte de su literatura, completada ineludiblemente por lo que él mismo denomina una “literatura seria”, con La ciudad de los prodigios como epígono, y de la que forman parte La isla inaudita (1989), El año del diluvio (1992) o Mauricio y las elecciones primarias (2006), entre otras.

Eduardo Mendoza en sí mismo encierra una personalidad sugerenteMundo Mendoza, la biografía escrita por Llàtzer Moix, lo atestigua– y un buen manojo de evidencias, como las que expuso el jurado que lo eligió premio Cervantes tras el mexicano Fernando del Paso, y cumpliendo esa ley no escrita que alterna galardonados a uno y otro lado del Atlántico: “Eduardo Mendoza, en la estela de la mejor tradición cervantina, posee una lengua literaria llena de sutilezas e ironía, algo que el gran público y la crítica siempre supieron reconocer, además de su extraordinaria proyección internacional”, que describió el fallo. Él, siempre modesto, siempre sonriente, siempre educado, prefiere resumir su trayectoria más nítidamente y, por su puesto, brevemente: “Mi primera lengua es el humor y la segunda, la historia”.

Todas sus novelas, más o menos, están atravesadas por la pasión por la historia, aunque luego le aplique ese espejo deformante que es el humor. Por la historia más clásica o por la más contemporánea, por la Roma de Tácito y Cicerón, por la Barcelona del XIX o por la Riña de gatos –su novela madrileña, por la que obtuvo el Premio Planeta– de la España de 1936. Esta última devoción –la de la España del primer tercio del siglo XX, sobre la que lo sabe casi todo– le llevó a aquella controversia con Benedicto XVI de fondo en la que le reprochó que comparara a la España de 1930 con la de 2010, descrita por el entonces papa como “laicista, anticlericalista y agresivamente secularista”.

Esa fue una anomalía. Porque Mendoza es todo elegancia, todo educación, siempre empeñado en fundirse entre la multitud, con el anonimato del que disfruta en Londres, porque puede viajar en metro y subirse al autobús, donde lee y lee. “Lo que caracteriza a Cervantes –afirmó desde su otra ciudad– es la sencillez, la elegancia y el buen rollo. Y si yo tuviera que elegir un lema, bien podría ser ese”. Lo es.

Jesús como personaje

El tono vitriólico sea acaso el adjetivo que mejor describe el humor de Eduardo Mendoza, con sus admirados Monty Python como referente, sin los que no es posible entender la profundidad de su ironía. Tampoco su novela más religiosa, El asombroso viaje de Pomponio Flato (2008): “Es una broma honesta y afectuosa, para todos y para el lector, sean cuales sean sus creencias. Si algo lo define es que es un buen rollo”, afirmó.

Su confesión viene a aclarar que lo que escribió es una parodia múltiple: de los best sellers, de los thriller, de las novelas históricas y, curiosamente, de los evangelios apócrifos. Agnóstico –aunque casi siempre se ha descrito exclusivamente como “un hombre de la razón”–, como excelente conocedor de las fuentes clásicas, Mendoza también es un perfecto conocedor de textos teológicos y de la historia judeocristinana.

Pero Jesús, el Niño Jesús, está tratado con respeto y admiración. Mendoza lo imagina investigando, junto al pomposo –y flatulento– filósofo romano que da título a la novela, una falsa acusación de asesinato sobre san José. Un argumento irónico que realmente esconde el verdadero fondo de la novela: comparar la filosofía pagana y la filosofía judeocristiana. “Pomponio Flato es un romano politeísta, defensor de la razón y de la filosofía –explicó en su día–, llena de disparates porque en aquella época los conocimientos eran muy limitados, enfrentado a unos fariseos y a unos sumos sacerdotes del templo, que tienen una forma de entender la ley de Dios muy rígida. Su discípulo y acompañante, el Niño Jesús, está a caballo, rebotando entre los dos.

Algo de eso hay en las enseñanzas evangélicas. Tanto que al final consigue que entre ambos lo crucifiquen. Es la única vez que están de acuerdo romanos y judíos: eliminar a este que molesta a los dos”. Porque en él esta, precisamente, la virtud.

Publicado en el número 3.015 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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