Obituario: el discreto encanto del padre Kolvenbach

Peter-Hans Kolvenbach, prepósito general de la Compañía de Jesús entre 1983 y 2008, fallecido en noviembre 2016

Peter-Hans Kolvenbach, prepósito general de la Compañía de Jesús entre 1983 y 2008, fallecido en noviembre 2016

PEDRO MIGUEL LAMET | Dicen que no hay un jesuita igual a otro. El hecho es que si ningún hombre es fabricado en serie, la orden ignaciana se ha distinguido por propiciar fuertes individualidades. Los que conocimos a Peter-Hans Kolvenbach, el sucesor de Pedro Arrupe como vigésimo noveno general de la Compañía de Jesús, pudimos comprobar lo peculiar de este lingüista neerlandés nacido en Druten, de padre alemán y madre italiana, el 30 de noviembre de 1928. Ordenado en el rito armenio, vivió 20 años en el Líbano entre escombros y bombardeos y supo sumergirse como pocos en la cultura y las lenguas del Próximo Oriente, del que fue siete años provincial y luego rector del Instituto Oriental en Roma.

Recuerdo que, cuando fui a Roma en 1979 a entrevistar al enfermo y desautorizado Pedro Arrupe para preparar su biografía, el padre Giuseppe Pittau, delegado del Papa junto al padre Dezza durante el “estado de excepción” que Juan Pablo II había impuesto a la Compañía, me dijo: “No se deje ver mucho por Roma, no sea que se piense que queremos apoyar la línea del padre Arrupe en la elección de su sucesor”.

La situación de los jesuitas era muy delicada y el dedo pontificio había señalado claramente a Pittau como candidato preferido. Arrupe me sonreía encogiéndose de hombros, cuando por fomentar la justicia le acusaban de “marxista”. Por eso, la elección de Kolvenbach como general en 1983 se convirtió en un acto de afirmación de la autonomía de la Compañía y en una vuelta a su normalidad constitucional.

Pero su generalato durante casi un cuarto de siglo no iba a ser fácil. Arrupista de corazón, tuvo que afinar su discreción para gobernar una orden que estaba en el punto de mira de la Santa Sede. Y lo supo hacer casi en la sombra. Una vez le pregunté en una entrevista si la Compañía de Jesús estaba entonces “en hibernación”. Me contestó con un hermoso título: “El invierno es bueno para los agricultores”. Una época que aprovechó para escribir brillantes documentos internos, aunque apenas aparecía en público.

Hombre de Dios con fe profunda, era bizarro en sus costumbres. Días después de su nombramiento, se le vio a pie por las calles de Roma transportando sus apuntes en una caja de zapatos. Tenía horarios singulares. A veces se le sorprendía de madrugada en la cocina comiéndose una manzana, y era conocido por su fino sentido del humor. La primera vez que me lo presentaron en Roma, en mis tiempos como director de Vida Nueva, me dijo en italiano: “¡Ah, usted es ese que cada semana pone su cabeza sotto il Tagliaferri!”. Tagliaferri era el nombre del por entonces nuncio apostólico en Madrid, y su apellido significa en español “guillotina”.

Pero, sin duda, su gran gesto fue renunciar en 2008, a los 80 años de edad, de un cargo hasta aquel momento vitalicio, que ocupó el palentino Adolfo Nicolás. No imaginaba Kolvenbach entonces que sentaba un precedente también de lo que haría Benedicto XVI años después. El exgeneral se marchó al Líbano, donde ha permanecido como humilde bibliotecario hasta su muerte, acaecida el pasado 26 de noviembre. Nadie imaginaba tampoco en aquellos tiempos turbulentos que otro jesuita, amigo del padre Kolvenbach, se iba a sentar en la sede de Pedro, y un firme partidario de Arrupe, el venezolano Arturo Sosa, le seguiría ahora al frente de la Compañía.

Publicado en el número 3.014 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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