Francisco Nieva, la subversión de la fantasía

Francisco Nieva, dramaturgo, fallecido en noviembre 2016

El dramaturgo que ensanchó los límites del teatro fallece a los 91 años

Francisco Nieva, dramaturgo, fallecido en noviembre 2016

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Decía Francisco Nieva, en septiembre de 1980, que el mejor proyecto para un dramaturgo sería empezar así: “Se levanta el telón y aparece Dios. ¡Qué escándalo!”. Y lo hizo poco después. En aquella comedia que se llamó Las aventuras de Tirante el Blanco (1987) y se estrenó en el Teatro Romano de Mérida. Así que se abre el telón e inmediatamente sucede: “No os asustéis, que soy Dios”, dice el personaje después de una gran explosión.

Y Dios aparece en esa escena lírico-grotesca –que es el plano en el que se desarrolla esa versión libre y anárquica de la novela caballeresca de Jeanot Martorell– para encomendar a Tirante que viva como si soñase y que siga esas cuerdas invisibles que se llaman ideales. Pero que tenga cuidado con convertirse en marioneta. Que al final, como decía Don Quijote, el bien más preciado tiene por nombre libertad.

Era Dios quien se dirigía al héroe en la escena. Pero era Nieva quien hablaba por él. Y decía otras muchas más cosas. Ese Dios pronuncia frases como: “En mi servicio no se hacen barbaridades, solo se cometen errores”. Y sobre él también proclaman con displicencia otros personajes, como el Ermitaño: “Solo existe el silencio de Dios sobre el desierto”. Ese es el Dios de un existencialista, de un esteta, de un antisistema, de un libertario, de un barroco, de un vanguardista, de un romántico, de un vitalista, de un decadente, de un autor genial… Su valor era que, ciertamente, él era todo aquello. No solo que se definiera –como hacía– a sí mismo con todos estos calificativos, sino que en su universo escénico y narrativo –como en él mismo– convivían todas esas estéticas.

En Nieva nada era simplista. Y mucho menos la idea de Dios. “Bien sabe Dios que soy ateo, he dicho muchas veces. Pero como ateo ilustrado, me interesan las religiones, el misticismo y la superstición”, confesaba. Nieva era un ateo escéptico. Porque, puesto a dudar, había que dudar de todo. De si existe Dios y del No-Dios. De la religión y de “la religión al revés”, como llamaba al ateísmo. “Lo más importante es tratar de librarse, lograr no vivir asustados, sobrevivir lo mejor posible entre el bien y el mal”, respondía sin que viera necesario, como escribió, “poner una vela a Dios”.

Pero sí, Dios estaba ahí en sus obras, merodeaba en su teatro y en su narrativa. Como si él mismo recitara aquello que escribió para el padre Camaleón en La carroza de plomo candente (1969): “Santo Dios, perdona mis pecados, disimula tus acusaciones, no me anotes en tu pizarra, que ya tengo bastante con lo que de mí se escribe en las esquinas”.

El teatro occidental nació –proclamaba el autor fallecido el pasado 10 de noviembre a los 91 años en Madrid– para “tratar primero con dioses y mitos”. Y esa premisa grecolatina seguía siendo válida. Dios, por tanto, tenía que estar en la escena. En El rayo colgado (1980), hace que los personajes –dos monjas alucinadas y un joven enfermo– confundan sus propias creencias y adoren al Diablo creyendo que lo hacían a Dios.

En esta subversión fantástica –todo su teatro lo es: Nieva puso fin al realismo de Benavente, como dijo Francisco Umbral en el estreno de Pelo de tormenta (1997)– prevalece lo “maravilloso cristiano”, pero Nieva quiere decir, quiere insistir, en que “es importante asegurarnos de quiénes somos y quiénes son los demás, con los que habremos de tratar”. Es decir, renunciar a los radicalismos. “A todos los niveles, resulta que en este mundo la fe y la credulidad pueden ser tan letales como la incredulidad y la falta de confianza en algo”, llegó a escribir frente a lo que llamaba “el narcisismo ideológico”. Un firme y febril propósito de libertad intelectual, pues.

Una “lúcida locura”

Si Dios decía a Tirante que viviera como soñaba, Nieva hacía el teatro como lo soñaba. Sin límites. Experimentador, fantástico, original. Teatro concebido como una borrachera de teatro total, que alguna vez llegó a llamar la “reópera”. Escenografías complejas, presupuestos altos, donde los actores, por si fuera poco, cantaban, bailaban, hacían piruetas, acrobacias y fuegos artificiales. El teatro de Nieva era, al fin y al cabo, una “lúcida locura”. La misma con la que definía el vivir.

Porque el teatro era inseparable de la vida, del sueño y de la imaginación. Y así fue como desarrolló una obra amplia, revulsiva y grotesca, única y sublime, que dividía en teatro furioso, de farsa y calamidad, y de crónica y estampa. Su ideario artístico –y personal– era, como escribió Alberto Ojeda, “una sucesiva confabulación de contradicciones”. “Una magna obra, un mundo onírico y fantástico donde realidad, sueño, recuerdo, experiencia, mentira, verdad y culpa se modelan bajo la palabra más rica y atrevida de la creación literaria más reciente”, según Juan Francisco Peña, editor de sus Obras completas en dos tomos y cinco mil páginas.

Salvator Rosa o El artista (2015) fue su testamento, estrenado en el María Guerrero el año pasado. “Salvator Rosa soy yo”, dijo entonces a la prensa. Lo era. “Es un personaje con el que me descubro y me parodio, a mí y al egotismo tan propio de los artistas –continuó–. Yo me río de mí, de mis excesivas ambiciones artísticas. Es también una autocaricatura, una obra clave para saber quién es Francisco Nieva”. Ese Salvator Rosa, pintor napolitano, extravagante y luminoso, precursor a su modo del surrealismo frente a un José de Ribera, Lo Spagnoletto, trentino y sombrío.

“Estoy maldito de Dios por haber elegido el arte –proclama Rosa–, es el fardo secreto que yo arrastro. Pero he recorrido con fiereza las tierras y los caminos, he ido a escupir en plena boca ardiente del Vesubio, he dormido en los desiertos, visitado los antros de las Sibilas, buscado la compañía de bandidos, los parajes solitarios, los charcos en donde hierve la malaria…”. Pero en aquel estreno también dijo: “Yo moriré sobre el escenario, como Molière”. Y así ha sido. Leonard Cohen, cantante y compositor, fallecido en noviembre de 2016

El último acorde de Leonard Cohen

Canadá y la música despidieron a Leonard Cohen, el cantor de la verdad, muerto el pasado 7 de noviembre. Tenía 82 años, un sombrero siempre a mano y un enorme prestigio hilvanado en 14 discos y otros tantos directos. Compositor, poeta y ermitaño, que esa fue la estampa que cultivó: la de un hombre en búsqueda permanente de la sencillez, de la simplicidad, de la espiritualidad.

Judío y observante, como era, Montreal le despidió en la sinagoga Shaar Hashomayim, de Westmount, el barrio anglófono en el que nació en 1934. Allí aprendió los primeros acordes –de un emigrante español– y quedó fascinado por los versos de García Lorca. Nació entonces para la canción, la poesía y la oración, tres vocaciones que en él se confundían e intercambiaban.

Nunca renegó de su fe judía ni del Talmud, pero siempre quiso ver –y creer también– más allá e inició en los años 60 una búsqueda espiritual, sincrética, por el zen, el hinduismo y las Sagradas Escrituras. Célebre es su himno Hallelujah (1984), pero también poemarios como El libro de la misericordia (Visor), en el que habita una visión cosmológica de una divinidad hecha propia y a retazos de otras tantas religiones. “Soy un pecador, pero amo a Jesús”, escribió en Oraciones: Una colección de 50 salmos.

Era un ídolo, un ejemplo, con su voz simple y pura, sus melodías profundas. Y deja un réquiem como testamento: You Want It Darker, su último trabajo. “Estoy preparado, mi Señor”, canta en el tema que da nombre al disco. “Magnificado, santificado, sé tu nombre sagrado –prosigue–. Denigrado, crucificado, en el armazón humano. Un millón de velas encendidas por la ayuda que nunca vino. Quieres más oscuridad, apagamos la llama”.

Sin Cohen, sí, hay más oscuridad.

Publicado en el número 3.012 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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