“Mi compañero en el CIE tenía las costillas rotas y las mandíbulas destrozadas”

Philippe, inmigrante africano, relata a Vida Nueva su experiencia en un centro de internamiento de extranjeros

un grupo de gente protesta pidiendo el cierre del CIE de Valencia

Protesta reclamando el cierre del CIE de Valencia

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | La crisis abierta sobre la situación que se vive en los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) sigue candente. El foco ha recaído estos días en el de la Zona Franca de Barcelona y en el de Madrid, ubicado en el barrio de Aluche. Si en los siete CIE que hay en toda España hay cientos de internos esperando a saber si serán expulsados o no en el plazo máximo de 60 días (en 2015, 6.930 extranjeros pasaron por un CIE), buena parte de ellos, al recuperar la libertad, se lamentan por el trato recibido. Vida Nueva recaba el testimonio de Philippe (pide no citar su apellido), quien estuvo en el CIE de Valencia.

“Nunca antes había estado en la cárcel –señala–, pero diría que allí fue la primera vez, dado todo lo que viví… No fue diferente de lo que había visto en la televisión u oído hablar sobre la prisión”. Aún horrorizado, recuerda cómo empezó todo, con su detención: “La forma en que la policía me llevó al CIE me hizo sentirme un criminal; esposado, con el cinturón tan apretado que no me dejaba mover, yendo a 180 km/h, con la sirena puesta… Lo que más recuerdo es lo asustado que estaba, pues me hacía idea de a dónde me llevaban”.

“Ya en el centro –continúa–, nada fue diferente de lo que me había imaginado. Nos trataban como si fuéramos unos delincuentes. Para hablar con mis familiares, tenía que hacerlo en una sala, separado por un cristal y bajo la vigilancia de los agentes. Hasta para ir a buscar mi ropa para cambiarme tenía que pedir permiso e ir con un policía detrás…”.

Pero lo peor fueron los malos tratos: “Los hombres de uniforme pegaban a los internos y se infringían castigos con el agua, duchándonos con ella muy fría o muy caliente. Además, sabíamos que algunas expulsiones eran vergonzosas e ilegales”. Pese a ello, asegura, “los internos teníamos nuestra arma: estar unidos y sentirnos uno frente a esos abusos”.

Uno de los casos que más le hizo estremecer fue el de un joven interno, padre de familia, que ingresó herido de gravedad: “Nos contó que le había atropellado un coche de la policía en la calle. Casi murió. En el centro, ese compañero tenía las costillas rotas y las mandíbulas destrozadas y cosidas, por lo que hablaba con la boca cerrada. Daba pena. Solo comía papilla. Pese a su lamentable estado, tuvo un final triste: fue expulsado”. Los compañeros respondieron con una huelga de hambre, pero de nada sirvió.

Publicado en el número 3.011 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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