Tribuna

Siria no está tan lejos

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Jesús Sánchez Adalid, sacerdote y escritorJESÚS SÁNCHEZ ADALID | Sacerdote y escritor

Nos podrá parecer un país lejano y remoto en cuanto a culturas, costumbres o fe. Pero Siria, donde se vive el mayor drama humano de las últimas décadas, está en la base misma de nuestra religión e historia. En las Sagradas Escrituras se deja constancia del lugar donde todo comienza.

Cuando Dios llamó a Abraham y le invitó a dejar Mesopotamia, le hizo viajar a Canaán por Alepo y Damasco en Siria; porque estas son las ciudades habitadas más antiguas en el mundo. A Labán, hermano de Abraham, se le llama el “hijo de Betuel el sirio” o “Labán el sirio”. Su hermana Rebeca se casó con Isaac, primogénito de Abraham, y su hija Raquel con Jacob, también considerado como un “sirio”. Ocho de las doce tribus de Jacob tuvieron un origen materno sirio.

Pasados los años, cuando las tribus de Israel fueron a vivir por obediencia a la Tierra Prometida, Dios les mandó que manifestasen su acatamiento y gratitud presentando los frutos de la tierra. En el sagrado libro del Deuteronomio se dispone: “Y responderás y dirás delante del Señor tu Dios: ‘Mi padre fue un arameo errante y descendió a Egipto y residió allí, siendo pocos en número; pero allí llegó a ser una nación grande, fuerte y numerosa’”. Es verdad que los antiguos reyes sirios atacaron frecuentemente al reino de Israel. Pero en el libro de los Reyes se narra la manera sobrenatural con que Dios liberó a Israel y Judá de los ataques sirios. Dios incluso usó a Elías para ungir al rey de Siria con el fin de obligarle a que cumpliera las profecías.ilustración de Tomás de Zárate para el artículo de Jesús Sánchez Adalid 3008 octubre 2016

Gracias al profeta Eliseo, se curó de la lepra Naamán el Sirio, capitán de las huestes del rey de Siria, del que dice la Biblia que “era un gran servidor para con su amo, honorable, porque por medio de él el Señor había dado la libertad a Siria. Era también un hombre poderoso en valor, pero estaba muy enfermo, era leproso”.

Después de la ascensión de Cristo a los cielos, cuando Saulo de Tarso iba camino de Damasco, allí solo había un número pequeño de cristianos. Pero Dios ya tenía dispuesto su plan. Saulo, con poderes de la suprema autoridad judía, actuaba contra la Iglesia. Su mirada llena de celo e ira se dirige a Damasco, la celebérrima metrópoli situada al este del Antilíbano. Había allí una incipiente comunidad cristiana; “adictos al Camino” los denominan los Hechos de los apóstoles.

Y estaba en Damasco un discípulo de Cristo llamado Ananías, al cual habló el Señor en una visión: “¡Ananías!”, y él respondió: “Heme aquí, Señor”. Y el Señor le ordenó: “Anda y ve a la calle que llaman Recta, y busca en la casa de Judas a un tal Saulo de Tarso, que está en oración, y ha visto en visión a un hombre llamado Ananías que entraba y le imponía las manos para que recobrara la vista”.

Respondió: “Señor, he oído hablar a muchos sobre este hombre y cuántos males ha causado a tus santos en Jerusalén. Y aquí tiene autorización de los sumos sacerdotes para apresar a todos los que invocan tu nombre”. Pero el Señor le dijo: “Ve, porque este es mi instrumento escogido, para ser portador de mi nombre ante los gentiles y los reyes, y ante los hijos de Israel; porque yo le mostraré cuántas cosas deberá padecer por mi nombre”.

La misma Biblia dice en los Hechos de los apóstoles que los discípulos fueron llamados “cristianos” por primera vez en Antioquía; que se convirtió en el centro más importante para la primera Iglesia. Y suponemos que desde ese núcleo partirían los evangelizadores que se fueron repartiendo por todo el Mediterráneo, bautizando en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Todo, pues, empezó allí.

Publicado en el número 3.008 de Vida Nueva. Ver sumario