El último ermitaño de Líbano

Líbano, santuario de Nuestra Señora de Hauqa, en el valle de la Qadisha, donde vive Darío Escobar, sacerdote colombiano ermitaño

El colombiano Darío Escobar lleva 16 años como eremita del santuario de Hauqa

Darío Escobar, sacerdote colombiano ermitaño en Líbano en el santuario de Nuestra Señora de Hauqa, en el valle de la Qadisha

El último ermitaño de Líbano [extracto]

ETHEL BONET (BEIRUT). Fotos: DIEGO IBARRA | Un misterioso repique de campanas se pierde en la inmensidad del valle de la Qadisha. Es la hora del ángelus. Como una aparición, un anciano ataviado con un hábito y capucha negra desciende un camino de tierra con paso renqueante. El padre Darío Escobar soporta sobre sus rodillas el peso del paso del tiempo. Este mes cumplirá 82 años, de los cuales lleva 16 como eremita del santuario de Nuestra Señora de Hauqa, excavado en el interior de una cueva en el valle de la Qadisha. También se le conoce como el “Valle Santo” porque sus cuevas naturales sirvieron de refugio para monjes y anacoretas maronitas (de la Iglesia católica oriental) en el siglo XVI.

Ahora, este ermitaño colombiano es el único custodio del valle. Su avanzada edad no le ha quitado ni la fuerza ni el entusiasmo que emana en su interior. Probablemente, la sangre latina que bombea su corazón sea una de las razones por las que mantiene tanta energía. Para llegar a la ermita se necesita una gran preparación física o una fe inquebrantable. Hay que subir y bajar un largo sendero de varios kilómetros con empinadas escaleras de piedra que le quitan a uno el aire.

El padre Darío nació en Medellín y, a los 11 años, ingresó en un seminario eudista, de la congregación de Jesús y María. “Desde niño sentí la necesidad de ayudar a los demás. Mis padres vieron en mí esa cualidad y decidieron enviarme al seminario”, explica a Vida Nueva. Siempre con un gran sentido del humor, nos cuenta: “Le dije a mi mamá: si allí voy a poder jugar al fútbol, dale, vámonos al seminario”.

Durante más de medio siglo ha servido a la orden eudista en Medellín y Pasto. “En Pasto, yo era un hombre muy importante, era profesor de Teología en el seminario y de Psicología en la universidad”, narra el ermitaño, antes de confesar que heredó de sus padres: “El dinero nunca me hizo feliz; por el contrario, me aportó dolores de cabeza”. Dejó Colombia para marcharse a Miami, donde enseñó Psicología y daba consejos matrimoniales en la parroquia. Fue allí, en Estados Unidos, cuando sintió una voz interior que le dijo que dejara la vida activa para “dedicarse a la meditación de la Palabra de Dios”. Sin embargo, su superior de la congregación de Jesús y María no le permitió el retiro espiritual.

“Conocí a monseñor Payán, que había venido de visita a la iglesia de Nuestra Señora del Líbano (la única iglesia de culto católico maronita en Miami), y me ofreció ir a su país a celebrar mis 25 años de sacerdocio en soledad”, detalla el padre Darío, quien agrega que “la Iglesia maronita es la única que aún permite hacerse ermitaño”. El sacerdote colombiano escribió una carta al papa Juan Pablo II para que le permitiera cambiar al credo maronita sin renunciar a la orden eudista. Además, necesitó el permiso de su superior general, quien se mostraba muy reacio: “No lo aprobaba porque estaba lejos del convento y apartado de todo. Para convencerle, le dije que, si ocupaba la ermita, el convento iba a adquirir una nueva propiedad. Así que aceptó mi oferta y pidió permiso al Patriarcado”.

El padre Darío llegó a Líbano en 1990 e ingresó en el convento de san Antonio de Qozhaya, en el valle de la Qadisha. Después de hacer los votos, tuvo que esperar un período de 10 años para ser ermitaño. “Soy birritual; puedo celebrar misa en latín, árabe y siríaco [la antigua lengua de los cristianos orientales]”, indica. El único día que oficia misa en la capilla de la ermita es el Jueves Santo. “A veces –comenta–, tengo que hacer dos servicios, en la mañana y en la tarde, porque vienen feligreses de todo Líbano”.

Líbano, santuario de Nuestra Señora de Hauqa, en el valle de la Qadisha, donde vive Darío Escobar, sacerdote colombiano ermitaño

Vista desde el santuario de Nuestra Señora de Hauqa, en el valle de la Qadisha

Duerme con cilicio y sobre una roca

En la ermita hay una capilla, un campanario, una biblioteca con un pequeño escritorio que preside una calavera, un hornillo de gas y una diminuta habitación. En silencio, no se aburre nunca. Dedica 14 horas diarias a la oración, tres a cultivar su huerto, dos a leer vidas de santos o al estudio y cinco a dormir sobre un cilicio, con una piedra como almohada, en una estrecha celda sin ventanas. “No podría volver a dormir con almohada y mucho menos sobre un cómodo colchón”, indica el padre Darío, que cuenta que una chica que trabaja en la Cruz Roja, que suele ir a visitarle, le trajo una vez un colchón medicinal porque le dolía la espalda de trabajar en la huerta: “Era tan tan cómodo que tuve que devolvérselo a los dos días. No nos está permitido”.

“La vida del ermitaño tiene que ser muy simple”, apunta, antes de agregar que lo único que le molesta es no poder cortarse la barba ni el pelo. Las dos únicas excepciones que se permite son oír de vez en cuando los partidos de fútbol por la radio y beber vino dulce fuera de la eucaristía. Su dieta, estrictamente vegetariana, consiste en hortalizas y verduras, que él mismo cultiva en su huerto. “Solo hago una comida al día y realizo el ayuno de las seis Cuaresmas. Como ermitaño, vivo en la pobreza absoluta y soy más feliz así”.

El invierno es especialmente duro. En los meses de más frío bajan tanto las temperaturas que se suele llenar de nieve el camino, por lo que pasa largas temporadas incomunicado. “Nunca me siento aburrido, miro el mismo paisaje y siempre me parece diferente”, indica el ermitaño, que dedica muchas horas a leer obras místicas y de teología. El padre Darío admira a Benedicto XII: “Es un gran teólogo y un ejemplo como sacerdote”.

“No tengo televisión ni teléfono ni internet. No quiero perder la paz interior”, insiste. El eremita únicamente sale de la ermita tres veces al año, y reconoce que es un fastidio. “Sufro cuando tengo que ir al convento. Eso es un infierno. Salgo el día de san Antonio, patrón del convento, en Navidad y en Domingo de Pascua. Voy siempre andando, aunque haya nieve. Pero el año pasado no pude hacer la renovación de votos el día de san Antonio, el 17 de enero, porque había hasta un metro de nieve y estaba bloqueado por todas partes”, reconoce.

Como cualquier vecino de Líbano, sufre la escasez de agua en verano. “Compro tanques de agua, solo para poder cultivar patata y cebolla. Tengo un turno de 12 horas de agua, pero la gente me lo roba. Por eso me compré un tanque, para no tener que pelearme con las vecinas que toman el agua para regar sus jardines”.

En definitiva, el padre Darío, quien vino hace 26 años para quedarse hasta el final de sus días, cree que siempre habrá ermitaños en el mundo y está convencido de haber encontrado su camino: “Quien ha probado esta vida no quiere otra. No renunciaría ni siquiera a cambio de la mayor de las fortunas”.

Confiesa hasta en dialecto nigeriano

Según la regla, al ermitaño no se le permite hablar con los visitantes, pero el padre Darío es incapaz de rechazar una visita. “No puedo decir que no. A veces, la gente de los pueblos de alrededor viene a la ermita y me preguntan por el porvenir; si van a encontrar novio o trabajo. Creen que soy un adivino o un curandero que hace milagros”, narra risueño. Más serio, añade: “No puedo decir que no a una persona pobre que viene en busca de guía espiritual, a confesarse o para hacerle una terapia psicológica”.

Incluso ha tenido que aprender hausa, un dialecto de Nigeria, para poder confesar a una señora mayor de ese país. “Una vez, una mujer, enferma de cáncer, me prometió hacer un camino sobre el sendero de cabras si rezaba por ella. Para mis adentros, pensé que rezaría aún más si no lo hacía”, relata divertido la anécdota.

Publicado en el número 3.003 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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