La larga sombra de Caravaggio

‘San Francisco en meditación’ (Caravaggio, 1606)

El museo Thyssen-Bornemisza muestra la influencia en Europa del pintor que renovó la pintura religiosa

'El sacrificio de Isaac’ (Caravaggio, 1603)

‘El sacrificio de Isaac’ (Caravaggio, 1603)

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Basta observar El martirio de santa Úrsula (1610) para comprender el extraordinario drama que fue la vida de Michelangelo Merisi, conocido como Caravaggio, nombre de la ciudad lombarda de la que procedían sus padres, aunque él nació en Milán en 1571. Fue su última obra, pintada poco antes de morir de paludismo en Porto Ércole, tras pasar por la cárcel en Palo, puerto cercano a la desembocadura del Tíber. Hay que fijarse en el extremo derecho del cuadro, un rostro con barba, escorado, mira con terror y fascinación al rey de los hunos, que acaba de alcanzar con una flecha a la joven Úrsula.

 ‘El martirio de santa Úrsula’ (Caravaggio, 1610)

‘El martirio de santa Úrsula’ (Caravaggio, 1610)

Es también el último autorretrato del pintor, que ha eliminado del cuadro todo lo superfluo del relato devocional y mira con espanto a la muerte –quizás augurándola–, a su propio sufrimiento por no poder volver a Roma y a los claroscuros –sus famosos juegos de luces y sombras– que también protagonizaron su vida. “Como de costumbre, el cuadro fue acogido con asombro por los contemporáneos de Caravaggio. Esta visión trágica del martirio, que realizó en Nápoles pocas semanas antes de su muerte, es el punto culminante de la última parte del recorrido de esta exposición”, explica Gert Jan van der Sman, profesor de la Universidad de Leiden y comisario de Caravaggio y los pintores del norte. Es la muestra con la que el Museo Thyssen-Bornemisza expone en Madrid hasta el 4 de septiembre 12 obras maestras de Caravaggio y una cuarentena de sus más destacados seguidores en Holanda (Dirk van Baburen, Gerrit van Honthorst o Hendrick Ter Brugghen), Flandes (Nicolas Régnier o Louis Finson) y Francia (Simon Vouet, Claude Vignon o Valentin de Boulogne).

El martirio de santa Úrsula es la última obra de una exposición que resume como ninguna otra la fabulosa influencia de Caravaggio. Dos de sus cuadros religiosos más impresionantes, El martirio de san Pedro y La conversión de san Pablo, fueron instalados en Santa Maria del Popolo en 1605. “Desde entonces, han inspirado a generaciones de pintores”, insiste Van der Sman. En Roma, Caravaggio fue un innovador y un ejemplo. “Sus obras a menudo expresan una interpretación muy personal de temas cristianos tradicionales”, afirma el comisario, quien revela que “se representó como testigo de episodios cruciales de la vida de Cristo y de mártires cristianos en al menos cuatro escenas religiosas de gran formato”. Además de El martirio de santa Úrsula, aparece en El martirio de san Mateo (1599-1600), El prendimiento de Cristo (1602) y La resurrección de Lázaro (1608-1609). La elección no es casual: Caravaggio se veía a si mismo en esa fe, en ese sufrimiento, en ese martirio que tan bien representaba su carácter genial, rebelde y controvertido.

“Una fuerza psicológica arrebatadora”

‘San Francisco en meditación’ (Caravaggio, 1606)

‘San Francisco en meditación’ (Caravaggio, 1606)

Entre 1600 y 1630 se establecieron en Roma más de dos mil artistas, de los cuales la tercera parte eran extranjeros que convirtieron la Ciudad Eterna en un crisol artístico. Bajo la fe y el mecenazgo de la Curia vaticana, Caravaggio creó un nuevo estilo que, como expresó Roberto Longhi, descubrió “la forma de las sombras” y marcó un hito en la pintura del seicento italiano y de toda Europa. “Renovó los repertorios temáticos y mezcló el carácter de lo divino con lo humano, dotando a los personajes de una fuerza psicológica arrebatadora y diferente a todo lo anterior”, explica Dolores Delgado, conservadora de Pintura Antigua del Thyssen-Bornemisza. “Pocos pintores en la historia del arte han tenido un impacto tan fuerte como él –manifiesta–. Su obra inspiró a pintores no solo italianos o españoles, sino a flamencos, franceses, holandeses y alemanes”.

Ese número inusitado de seguidores –reconocido como un género mismo: el caravaggismo internacional– encontró un modelo en su modo de pintar ad vivum, profundamente realista por el destacado uso de la luz, de las sombras y del color, que creó un nuevo modo de expresión tanto en el arte religioso como en el profano. “El claroscuro, los contrastes de luces y sombras, contribuyó a resaltar el dramatismo de sus composiciones y representa posiblemente el más fiel reflejo de la personalidad del maestro”, añade Delgado. “El naturalismo de Caravaggio maravillaba a sus contemporáneos”, dice Gert Jan van der Sman.

Décadas después cayó, sin embargo, en el olvido. Lo rescató Longhi a principios del siglo XX. Y Pier Paolo Pasolini, entusiasmado como aquellos romanos de principios del siglo XVII con sus escenas de tipos populares y humildes. “Con sus colores cálidos y su manera ilusionista, Caravaggio seduce al espectador”, sentencia Van der Sman. Y su influencia entre los pintores llega aún hasta hoy. Obsesionados, quizás, con aquello que escribió el poeta Gaspare Murtola. “Quien parece pintada/ logras que resulte viva,/ y que los demás crean/ que respira y vive”.

Las huellas del lombardo en la Corte española

En 1634, a la vuelta de su primer viaje a Italia, Diego Velázquez ofreció a Felipe IV 18 cuadros, algunos italianos. Entre ellos figuraba La túnica de José (hacia 1630), pintado en Roma por el propio Velázquez. “Refleja el conocimiento que tuvo Velázquez de la pintura boloñesa y romana de la época, pero también el contacto directo con la obra de Caravaggio, que se refleja en la capacidad que tiene Velázquez de representar los estados de ánimo de los personajes, de manera completamente creíble tanto para los espectadores del siglo XVII como para los de hoy”, explica Gonzalo Redín, comisario de la exposición De Caravaggio a Bernini. Obras maestras del seicento italiano en las Colecciones Reales.

La muestra acaba de abrir sus puertas hasta el 16 de octubre en el Palacio Real de Madrid. “Presenta un extraordinario conjunto de pinturas y esculturas italianas del siglo XVII –añade– seleccionadas por su sobresaliente valor artístico e histórico, recuperadas en todo su esplendor gracias a una amplia campaña de restauración”. El comisario, además, explica que la exposición, ante todo, “sorprende, porque prácticamente la mitad de las obras se muestran al público por primera vez, o bien porque están habitualmente en zona conventual o en espacios de Patrimonio Nacional fuera de los recorridos turísticos del Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial”. Por ejemplo, inéditos de artistas tan importantes como Guido Reni, Francesco Albani o Charles Le Brun, añade el conservador de Patrimonio Nacional.

Son 72 obras, entre las que deslumbra Salomé con la cabeza del bautista, una de las obras maestras indiscutibles de Caravaggio. Una “ocasión única” para presenciar una lección magistral de la extraordinaria pintura religiosa que fascinó a los Austrias, con sus múltiples interpretaciones bíblicas y su relación con el poder. Redín destaca la Santa Catalina (1606), de Guido Reni; Lot y sus hijas (1617), de Guercino; Caín y Abel (1661-66), de Cerrini; Los siete arcángeles (1620), de Stanzione, o Jacob y el rebaño de Labán (1632), de Ribera, al que también influyó extraordinariamente.La exposición culmina con doce esculturas de gran tamaño, entre ellas, el espectacular Cristo crucificado de Bernini.

En el nº 2.994 de Vida Nueva


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