Tribuna

La senda del testimonio

Compartir

Francisco Vázquez, embajador de España FRANCISCO VÁZQUEZ Y VÁZQUEZ | Embajador de España

No soplan buenos tiempos para la Iglesia católica en España. Existe, en general, un clima de animadversión o, cuando menos, de indiferencia hacia el hecho religioso en sí, que se manifiesta en los usos sociales y en la vida cotidiana, sobre todo de los más jóvenes, entre los cuales la religión no goza de gran popularidad, postura motivada y alentada en gran medida por medios de comunicación empeñados en resaltar cualquier noticia negativa para la Iglesia.

Esta situación se ha agravado con la llegada a los ayuntamientos y otras instituciones de los llamados “nuevos partidos”, cuyos representantes han manifestado una decidida voluntad de suprimir de la vida pública la más mínima referencia a la religión o a las tradiciones cristianas, alegando una supuesta neutralidad que, por cierto, solo se aplica en relación con la fe católica.

Su actitud nos entristece profundamente a los creyentes, algunos incluso votantes de sus siglas. Nos apena que nuestras autoridades no nos quieran representar y que, incluso al boicotear nuestras demandas e iniciativas, invoquen “la radical diferencia de sus políticas con los planteamientos cristianos” (sic). No acabamos de entender por qué tienen a gala negarse a entrar en nuestros templos, por qué declinan nuestras invitaciones y acompañarnos en nuestras ceremonias, aunque tengan un carácter ecuménico o, sencillamente, formen parte de tradiciones seculares, profundamente arraigadas en nuestra historia o en las costumbres o festividades populares. ilustración de Tomás de Zárate para el artículo de Francisco Vázquez 2990

Nos sorprende cómo bajo el manto de un laicismo beligerante, nuestras autoridades manifiestan una hostilidad creciente hacia nuestras creencias, lo que no les impide remedar burdamente a la liturgia católica, impulsando la celebración de ceremonias paralelas que consagran lo civil en una nueva doctrina. Nos preocupa su empeño en desterrar del espacio público cualquier símbolo de carácter religioso, sin importar la causa de su presencia o valor histórico. Nos disgusta profundamente esa enfermiza obsesión por descristianizar todas las ceremonias, e incluso subvencionar todo tipo de actividades culturales o festivas de contenido abiertamente contrario o difamatorio de los principios de la moral cristiana, justificando su conducta bajo el eufemismo de la libertad de expresión.

Lo cierto es que, hoy por hoy, no se requiere un gran esfuerzo para adivinar cuáles serían las consecuencias para la Iglesia si se aplicasen todas o algunas de las medidas que, en materia religiosa, se anuncian en varios programas electorales.

Siempre pensamos que las instituciones, sea cual sea el color de quien las gobierna, representan a todas las sensibilidades y creencias, incluso aquellas que puedan ser opuestas al ideario gobernante. No es un problema de ser más o menos; en democracia, el juego de mayorías o minorías se fundamenta en el respeto y la tolerancia hacia quienes no piensan como nosotros. Un alcalde lo es y representa a todos sus vecinos. Al menos, así lo entendemos los católicos: “Dar al César lo que es del César”.

Y así van yendo las cosas, pasito a pasito, con el silencio atronador de nuestra jerarquía, más empeñada en un proceso de revisión de su pasado, olvidándose de los aires, las brisas, las turbulencias e incluso las tempestades que azotan a sus rebaños.

Modestamente, en tiempos de tribulación y prueba, yo recomiendo la humilde senda del sencillo testimonio, que tan bien define un buen amigo, creyente consecuente con lo largo de su ya dilatada vida: “Soy católico. No me envanezco por serlo, pero tampoco me avergüenzo de confesarlo”.

En el nº 2.990 de Vida Nueva