“Hermana, usted es el párroco”

Ante el debate sobre el diaconado femenino, ‘Vida Nueva’ reúne a tres mujeres que llevan el peso de sus comunidades

Ana Ferradas

Ana Ferradas ante la pila de la parroquia María Auxiliadora, de los salesianos en Madrid

“Hermana, usted es el párroco” [extracto]

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | Con la fuerza de María Magdalena, la primera persona que vio a Jesús resucitado y la encargada de anunciarlo a los demás, muchas mujeres son las referentes en sus comunidades, asumiendo las funciones del sacerdote (salvo consagrar y confesar) allí donde este no alcanza. Del debate abierto por Francisco sobre el diaconado femenino dependerá si lo que es habitual y natural en algunas realidades eclesiales deja de ser un envío de carácter extraordinario.

Ana Ferradas González, sierva de San José, ha conocido esta experiencia y la ha hecho suya en Cuba, donde lleva como misionera 28 años. De paso por Madrid, donde se encuentra con Vida Nueva, recuerda cuando eso solo era un sueño en sus años de noviciado: “Entonces escuchaba con atención la experiencia de mis hermanas que vivían en Chile, Argentina, Colombia o Perú y nos contaban su tarea de evangelizar en lugares apartados ‘donde no llegaba el sacerdote’ y, como decían, ‘hacían de todo’, menos confesar y consagrar”.

El destino le deparó esa misma oportunidad: “Desde que llegué a Cuba, además de mi trabajo en los proyectos de nuestra congregación (un asilo de ancianas, la pastoral vocacional, la formación intercongregacional de jóvenes o talleres de producción y promoción), he sido enriquecida con la experiencia de poder trabajar en las parroquias con los demás agentes de pastoral, con la tarea de acompañar en la catequesis, ir de misión a los pueblos apartados y trabajar conjuntamente con otras congregaciones, con los laicos y con los pastores”.

“Esta es la manera de hacer en nuestra Iglesia cubana –se congratula Ana–. Cada cual desde sus carismas personales e institucionales, aporta a la parroquia su servicio. Aprendemos a trabajar en conjunto y no solo porque somos pocos, sino porque lo hacemos entre todos, porque nos complementamos en nuestras tareas”. Así, constatando que en los últimos años el pueblo cubano vive su fe “con más libertad” y, al haber surgido numerosas casas de misión, no dan abasto para atender a todos los fieles, muchas veces se encargan de esa tarea laicos y religiosas como ella: “El sacerdote solo puede recorrer esos lugares para celebrar la Eucaristía una vez al mes. Con él programamos y, cada fin de semana, vamos a esos pueblos, animando la vida de la comunidad, visitando a las familias y tratando de formar a las personas del lugar para que sean ellos quienes continúen la tarea”.

Vicaria diocesana

“Hace unos años –recuerda la misionera–, tuve la experiencia de acompañar la vida de una comunidad que no tenía sacerdote. Yo iba cada fin de semana y me encargaba de todo: catequesis, visita a enfermos, encuentros de formación con los catequistas; mensualmente, celebraba el sacramento del Bautismo, con permiso de nuestro obispo, pues él no alcanzaba a atender a tantos pueblos. Recuerdo que me decía: ‘Hermana, usted es el párroco y yo consagro…’. Nunca se me ocurrió pensar que eso era algo equivocado o que no me competía tal tarea. Él sabía muy bien lo que hacía y la comunidad se sentía acompañada con el trabajo de todos”. La confianza del obispo era tal que la religiosa llegó a ser una de las cinco vicarias diocesanas, junto a otras dos religiosas y dos sacerdotes.

Paloma-Perez-Muniain-mujer-diacono

Paloma Pérez Muniain, mujer de un diácono en Pamplona

“Creo que todo esto, y mucho más –concluye Ana–, se vive entre nosotros con generosidad y como práctica con su fruto abundante. Todo ello habla de servicio y va más allá de si las mujeres recibimos o no el orden del diaconado”. Fruto de su experiencia, apoya el debate que ha abierto el Papa sobre el diaconado femenino: “Tenemos una práctica muy valiosa que tal vez se ha adelantado a la teoría. Podemos ocuparnos de alimentar lo que es ya fruto del Espíritu en este tiempo, para que la búsqueda sea humilde, evangélica y desprendida de resultados, y nos dejemos conducir hacia lo que más ayude a nuestra Iglesia y al mundo”.

Otro testimonio es el de Paloma Pérez Muniain, mujer de un diácono en Pamplona. Como explica a Vida Nueva, el suyo es un camino común que ha culminado en una vocación compartida: “Desde que nos casamos Fernando y yo, hemos colaborado de muy diversas formas en nuestra parroquia: en la catequesis, en el grupo de liturgia, en las peregrinaciones a Javier con jóvenes y, desde 1998, como voluntarios de la Pastoral Penitenciaria Diocesana realizando nuestra labor en la cárcel de Pamplona. Todo esto nos configuró en lo que somos hoy”.

Hasta que llegó el día que marcó un antes y un después en sus vidas: “Años después, Fernando sintió otra llamada de Dios a ser diácono para la Iglesia y para los más vulnerables desde su matrimonio. Tras un tiempo de discernimiento, mi esposo fue ordenado diácono en 2007, y su encomienda fue como adjunto a la capellanía de la cárcel de Pamplona, manteniendo su trabajo en la vida civil”. “Fueron años –reconoce– de confusión, de incomprensión propia y ajena, de alegría, de oración, de no entender bien esta nueva ‘complicación’ que nos pedía Dios. Pero también fue tiempo de dejarse hacer. Cuando Dios te pide algo, te da el ciento por uno. Así que, con todos estos sentimientos encontrados, comenzamos a caminar”.

María Jesús Fernández junto a su marido, Francisco Javier Montes

María Jesús Fernández junto a su marido, Francisco Javier Montes

Paloma echa la vista atrás y se muestra feliz: “A pesar de tener que reorganizar los tiempos y no ser fácil, el balance es totalmente positivo. Hemos crecido como pareja y como familia, ya que matrimonio y diaconado no solo son compatibles, sino que han aportado fuerza y hondura a nuestra vida personal, matrimonial y familiar. La decisión que tomamos dando el ‘sí’ a esta vocación diaconal surgió desde el matrimonio. Nunca me he sentido ni fuera ni alejada de la realidad diaconal de Fernando; al contrario, siempre hemos caminado el uno junto al otro”.

Paloma se muestra convencida de la idoneidad del diaconado femenino: “No hay ningún impedimento. Junto a los primeros discípulos de Jesús había un grupo de mujeres. En un contexto de gran desigualdad, Él dignificó a la mujer como persona en contra de las costumbres de aquella sociedad judía”. “En nuestra sociedad –enfatiza–, la mujer tiene una presencia indiscutible en el ámbito familiar, laboral, político… Pero en la Iglesia, aun siendo importante esa presencia, quizás necesitaríamos dar un paso más. Es necesario escuchar la voz de las mujeres dentro de la Iglesia para saber cómo sienten, cuáles son sus preocupaciones y esperanzas y cuánto tienen para ofrecer. Dios nunca ha dejado de mirar y escuchar el corazón de la mujer. Palpita, sufre y goza con ella”.

Laicas que celebran la Palabra

Junto a su marido, Francisco Javier Montes, María Jesús Fernández lleva 20 años en un equipo de celebradores de la Palabra de la Diócesis de Santander compuesto por un total de 16 laicos. Concretamente, acuden al Valle de Polaciones y, turnándose cada fin de semana, acercan la Eucaristía allí donde los sacerdotes, escasos en un entorno rural, no pueden hacerla presente siempre en la misa dominical. Los participantes en esta acción pastoral, puesta en marcha por el obispo José Vilaplana, no bautizan ni administran ningún sacramento, pero sí hacen presente el más importante de todos, la Eucaristía. Lo que María Jesús vive “como un servicio precioso. Colaborar con la Iglesia siendo testigos del Señor es un auténtico regalo. Y mucho más cuando estamos con la gente, sencilla y acogedora. Muchas veces nos dicen que diferencian un día laborable de un domingo gracias a nuestra celebración. Eso te llega”. Frente al diaconado femenino, María Jesús se muestra escéptica: “Por mi experiencia, compruebo que el papel de la mujer en la Iglesia es muy importante. Me sorprende este debate… No me preocupan los títulos y ese empeño de algunos en que las mujeres seamos sacerdotes. Me basta con mi propia vivencia”.

En el nº 2.989 de Vida Nueva

 

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