Figaredo y Olaizola: “En la misión de Battambang no hay ayudadores y ayudados; aprendemos juntos”

Entrevista con el protagonista y el autor de ‘El corazón del árbol solitario’

Kike Figaredo y José Mª Rguez. Olaizola

Kike Figaredo (izq.) y José Mª Rguez. Olaizola, respectivamente protagonista y autor de ‘El corazón del árbol solitario’ (Sal Terrae)

JOSÉ LUIS CELADA | Cuando en 1985 Kike Figaredo llegó por primera vez a los campos de refugiados camboyanos en la frontera con Tailandia, otro jesuita, también asturiano, prácticamente acababa de ingresar en la Compañía de Jesús. Desde entonces, José María Rodríguez Olaizola no ha dejado de oír hablar del actual prefecto apostólico de Battambang. “Aunque a distancia, siempre ha estado ahí”, confiesa, pero fue una de las voluntarias que estuvo allí quien le dio el empujón definitivo.

“Relataba su experiencia con tanta pasión –recuerda–, que sentí que había una historia que contar más allá de lo heroico o lejano, algo que afecta a la gente y hay que compartirlo”. Y así, después de siete semanas de convivencia durante 2015, nació El corazón del árbol solitario (Sal Terrae), “una historia de muchos protagonistas”, según el propio Kike. Lo que le hace sentirse “muy feliz con el libro, porque soy protagonista con la gente”. Es decir, habla de “un itinerario y una manera de entender la misión en equipo”. “Una cosa muy bonita que escribe José María –reconoce– es que aquí no hay ‘ayudadores y ayudados’, sino que estamos juntos, aprendemos juntos y formulamos juntos”.

¿Por qué entonces la imagen del árbol solitario? Se trata de “una metáfora que identifica a Kike con el árbol solitario”, responde el autor, antes de explicar cómo “cualquier persona tiene los dos elementos del árbol solitario: una parte que es única, tú solo con tus opciones, decisiones y encrucijadas, lo que nadie puede hacer por ti; pero, al mismo tiempo, echas raíces en una tierra, que es la vida, que son otras personas, la gente con la que te comprometes, la historia que vas viviendo… Y ahí, donde echas raíz, hay encuentro. Todos tenemos algo de árbol solitario. Pero dejar que el corazón lata como el corazón de un árbol solitario no es estar solo, sino echar raíces, convertirse en sombra, lugar de encuentro… y, como dice Kike, rodeado de belleza”.

Y es que Camboya les ha enseñado a ambos muchas cosas. “Camboya –admite Kike– me hace sentirme peregrino y estar abierto a seguir aprendiendo”. De su estancia en el país asiático, José María aprendió, por su parte, a “tender puentes”. “Creo –reflexiona– que todos tenemos que lidiar con diversas discapacidades que forman parte de la vida, con la limitación, con los momentos buenos y malos, la pobreza y la generosidad…”. Casi dos meses en un contexto tan diferente, alejado de sus relaciones habituales, le ayudaron a verlo todo de “una manera más desnuda”, a disfrutar de “una realidad más inmediata”. Una desnudez que le ayudó a reconocerse y a reconocer muchas cosas de la gente, sobre todo, a descubrir que “tenemos muchísimas cosas en común”. Que, por muy diferente que sea Camboya, “lo mejor del ser humano puede aflorar en cualquier circunstancia”.

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