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‘El Concilio Vaticano II’


Un libro de Philippe Chenaux (Ediciones Encuentro) La recensión es de Juan María Laboa

El Concilio Vaticano II, libro de Philippe Chenaux, Ediciones Encuentro

Título: El Concilio Vaticano II

Autor: Philippe Chenaux

Editorial: Ediciones Encuentro

Ciudad: Madrid, 2015

Páginas: 230

JUAN MARÍA LABOA | Philippe Chenaux, laico suizo, es profesor de la Universidad Lateranense de Roma, buen historiador, metódico, serio y equilibrado. Organizó en su universidad un Instituto de investigaciones y estudios sobre el Vaticano II al que invitó a estudiosos de diversos países. Tengo un gran recuerdo de aquellas reuniones en las mismas salas donde durante el Concilio el entusiasmo por su desarrollo fue bastante comedido.

En este estudio –breve, analítico y medido– nos ofrece una descripción pormenorizada de la prehistoria y la historia de la asamblea conciliar, de cómo se encontraba la Iglesia en tiempos de Pío XII y de lo que supuso la figura innovadora de Juan XXIII en un ambiente romano desconcertado por su talante y sus decisiones. Difícilmente se podría afirmar que este papa iba contra la tradición, pero sí que descolocaba a los teólogos y gobernantes romanos, que confundían con frecuencia sus pequeños círculos y puntos de vista, su psicología italiana, con el bien y la tradición de la Iglesia. En cualquier caso, constituyeron un grupo de presión que, aunque minoritario, influyó desproporcionadamente en el Concilio y en el posconcilio.

Entre los trabajos previos del autor, encontramos algunos estudios sugerentes sobre Maritain, Journet y las escuelas teológicas presentes en el Concilio, y este conocimiento del autor influye positivamente en algunas de sus reflexiones y deducciones.

Por otra parte, resulta evidente que el autor ha leído una enorme bibliografía y –casi siempre– la utiliza inteligentemente, sin que, en general, desequilibre su narración de las diversas vicisitudes conciliares. Quien lea este libro, pues, terminará con una idea bastante aproximada de lo que supuso la preparación y el desarrollo conciliar, aunque su brevedad no dé espacio a lo que ha supuesto la recepción del Concilio.

En efecto, en esta historia apasionante no podemos dejar de lado un tema que resulta más problemático: la asimilación de los concilios. Conocemos bien la marcha compleja y enrevesada de la vida eclesial católica en los decenios posconciliares, aunque sus raíces hay que comenzar a buscarlas en el siglo anterior. La sociedad occidental ha cambiado tanto tras la Revolución francesa que no podía no conmocionar a una Iglesia fundamentalmente identificada con ella. El Concilio exasperó algunos aspectos, replanteó otros y dio salida a tantas soluciones en otros, pero achacar al Concilio o a algunas perversas interpretaciones los profundos cambios de mentalidad, de exigencias sociales y culturales, y las ansias de libertad y defensa de los derechos humanos presentes en los cristianos, resulta poco serio.

Chenaux, como otros autores, distingue entre quienes se refieren al “espíritu” del Concilio para ir adelante con las reformas institucionales y la descentralización, y los que se remiten a la letra de sus documentos para defender a la Iglesia contra las derivas doctrinales y pastorales del posconcilio. Benedicto XVI distinguió entre la hermenéutica de la discontinuidad y la ruptura, y la hermenéutica de la renovación en la continuidad. Estos juicios simplifican gravemente una realidad hermosa y compleja. Cientos de miles de sacerdotes y millones de católicos posconciliares gastaron gozosamente sus vidas a favor de la Iglesia, al tiempo que exigieron una transparencia, renovación y seguimiento exigente de Jesús, sin romper en nada con el Evangelio y la Tradición. No sé si se podría afirmar lo mismo de tanto lefebvriano de plural procedencia dedicado a defender unas tradiciones de pura conveniencia.

No ruptura, sino conversión

¿Qué es la continuidad, qué la ruptura? ¿Dónde ubicamos al papa Francisco? No olvidemos que el Concilio fue como una revisión de vida, que no va contra ella misma cuando se examina en profundidad, se arrepiente de sus equivocaciones e infidelidades y decide seguir caminando sin ataduras ni vicios, por seculares que sean. Juan XXIII y Pablo VI manifestaron su voluntad de abrir siempre más la Iglesia a toda la humanidad. Esta actitud suponía dialogar con las otras religiones, con la ciencia y la cultura, y con las instituciones públicas. Claro que esto supone romper inercias y rutinas, una gran humildad y capacidad de arrodillarse y aprender. No se trataba de rupturas, sino de conversión.

Contamos con una importante Historia del Concilio, dirigida por Giuseppe Alberigo. Sorprendentemente, quienes más la critican son incapaces de escribir una alternativa. La historia y la verdad resultan tozudas y, a pesar de los años transcurridos, los creyentes seguimos considerando que el Vaticano II, en toda su complejidad, constituye una brújula importante en la vida de la Iglesia.

En el nº 2.985 de Vida Nueva

Actualizado
22/04/2016 | 00:27
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