Umberto Eco, el gran renacentista del siglo XX

Aunque agnóstico, el fallecido filósofo reconocía su amor a la Biblia y su admiración por Ramón Llull

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Umberto Eco, el gran renacentista del siglo XX [extracto]

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | La “insolente longevidad” de Umberto Eco –como él mismo la calificó– llegó a su fin el 19 de febrero en Milán. Tenía 84 años, siete novelas y medio centenar de ensayos, sobre todo, de semiótica, de lingüística y de estética, sus tres grandes pasiones. Pero su curiosidad y sabiduría era inabarcable. Escribía y reflexionaba sobre historia, ciencia y filosofía con sólida lucidez. Su afán era comprender el mundo para explicarlo desde la absoluta libertad y una premeditada contradicción.

Era un “hijo de la Ilustración” –como se calificaba a sí mismo– en los tiempos de la posmodernidad. Un teórico de los medios y la cultura de masas, del lenguaje de la imagen y los signos del conocimiento. Un intelectual sin límites. El escritor inolvidable de El nombre de la rosa (1980), el best seller de la cultura pop. La novela en la que plasmó una intuición premonitoria: que vivimos en una “nueva Edad Media”. Ese era –y es– Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, 1932). Un humanista, el gran renacentista del siglo XX, ya a la sombra de Dios.

Eco respetó la religión y tuvo sus idas y venidas con la fe. “Primero fui católico, luego ateo, ahora agnóstico”, llegó a afirmar. Eso sí, nunca perdió la curiosidad por lo sagrado como fenómeno intelectual y por el cristianismo como fuente de civilización: “La cruz es un hecho de antropología cultural, enraizado en la sensibilidad común”, escribe en A paso de cangrejo: artículos, reflexiones y decepciones (2006).

“No olvidemos nunca que Umberto Eco tuvo un origen profundamente católico, que había sido presidente de la Juventud de Acción Católica en Alessandria… En algún momento, hubo una especie de corte; pero siguió teniendo un interés muy fuerte, creativo también, en relación con aquellas áreas que habían dejado un poco atrás”, según explicó a Radio Vaticano el cardenal Gianfranco Ravasi, presidente del Consejo Pontificio de Cultura.

Por ejemplo, su “mucha estima” por el papa Francisco, al que le dedica más de una página en el libro póstumo Pape satan aleppe: Crónicas de una sociedad líquida (La nave di Teseo), que salió a la venta a finales de febrero en Italia y contiene sus artículos publicados en L’Espresso. “Me molesta extremadamente que todo el mundo me pregunte qué pienso del papa Francisco –dijo en una entrevista a Elisabetta Piqué en 2013–. Sería interesante saber qué es lo que el papa Francisco piensa de mí, pero no lo sé. Estoy convencido de que el papa Francisco está representando un hecho absolutamente nuevo en la historia de la Iglesia y, quizás, en la historia del mundo. Cuando algunos ingenuamente me preguntan si representa una revolución, yo contesto que las revoluciones se evalúan solamente cien años después”.

En el Atrio de los Gentiles

El filósofo, catedrático de Semiótica de la Universidad de Bolonia durante cuatro décadas, intelectual imprescindible para entender el siglo XX, le sirvió al cardenal Ravasi de referente para el Atrio de los Gentiles –puesto en marcha en 2009 con Benedicto XVI– como lugar de encuentro entre creyentes y no creyentes. Ravasi y Eco eran amigos, se conocieron en los años 90. Ravasi era entonces rector y prefecto de la Biblioteca Ambrosiana de Milán. “Sobre todo, yo diría que hay dos campos en los que su interés por lo sagrado se manifiesta –ha dicho el purpurado– y que he podido comprobar continuamente con él en la Biblioteca Ambrosiana. Por un lado, el amor por la Biblia, por los textos sagrados. Por otro, la cultura medieval; en particular, por la estética de Tomás de Aquino y su pasión por Ramón Llull”.

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Centenares de personas despidieron a Eco en un funeral laico celebrado en el Castillo Sforzesco de Milán

Fue Ravasi quien presentó al filósofo a Carlo Maria Martini cuando era arzobispo de Milán. Entre ellos tuvo lugar un cruce epistolar en la revista Litoral –“un intercambio de reflexiones entre hombres libres”, según Eco– recogido en un libro que ha quedado como un relevante testimonio sobre el sentido de la fe, los límites de la vida o el fin de los tiempos: ¿En qué creen los que no creen? Un diálogo sobre la ética en el final del milenio (Temas de hoy, 1997).

Un extraordinario ejemplo de lo que uno al creyente y al no creyente, de cómo pueden avanzar desde las diferencias y la comprensión mutua. En esas cartas, Eco llega, particularmente, a admitir ante Martini “formas de religiosidad, y, por lo tanto, un sentido de lo sagrado, del límite, de la interrogación y de la esperanza, de la comunión con algo que nos supera”. Aún así se definía como “laico”.

Fue un hombre de fe entusiasmado por la filosofía tomista antes de alejarse del seno de la Iglesia. A santo Tomás de Aquino le dedicó su tesis doctoral, que sería su primer libro, con 24 años: El problema estético en santo Tomás de Aquino (1956). Más tarde afirmó, sin más explicación y con ironía: “Se puede decir que él, Tomas de Aquino, me haya curado milagrosamente de la fe”

Pero no abandonó nunca la religión como escenario cultural y contexto personal. Apoyó, por ejemplo, una asignatura sobre la historia de las religiones en la escuela o que se volviera a enseñar la Biblia: “¿Por qué nuestros hijos tienen que saber todos los héroes de Homero y no saber nada de Moisés? ¿Por qué la Divina Comedia y no el Cantar de los Cantares o la Biblia?”. O, sin más, defendió la tradición del belén o el ritual católico: “Fui criado como católico, y aunque he abandonado la Iglesia, este diciembre, como de costumbre, pondré un belén para mi nieto. Lo haremos juntos, como mi padre hacía conmigo cuando yo era niño. Tengo un profundo respeto por las tradiciones cristianas, que, como rituales para hacer frente a la muerte, todavía tienen más sentido que sus alternativas puramente comerciales” (The Daily Telegraph, 2005).

O aquella frase que le hace decir a Baudolino el estilita, en esa novela totalizadora que es Baudolino (2011), verdadera enciclopedia del Medievo, en el que se adentra en las múltiples herejías en el cristianismo hasta el siglo XIII: “Todo lo que pude pensar un hombre sobre lo que está debajo del cielo y lo que está sobre el cielo es inútil. Solo el que persevera en el recuerdo de Cristo está en la verdad”.

 

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‘El nombre de la rosa’, Umberto Eco

“Si Dios existiera sería una biblioteca”

“En principio era el verbo y el verbo era en Dios, y el Verbo era Dios”, así comienza la narración de Adso de Melk en la gran obra maestra de Umberto Eco, El nombre de la rosa: parafraseando casi textualmente el Evangelio según san Juan. Adso adopta la voz de un cronista medieval, es un novicio benedectino que recuerda su viaje en 1327 junto al sabio franciscano Guillermo de Baskerville. Una novela protagonizada por monjes que desarrollan su actividad entre libros, que sueñan con libros e incluso matan y mueren a causa de los libros. Una advertencia contra el fanatismo y el dogmatismo religioso.

Tal como escribió –según recordaba Umberto Eco– el filósofo David Hume: “Los errores de la religión son peligrosos; los de la filosofía tan solo ridículos”. La palabra perdida, el enigmático “nombre de la rosa”, lo que evoca en realidad el Verbo eterno. Pero la icónica novela de Eco admite múltiples lecturas: reescribe el género policíaco, el relato histórico, el vaivén de las doctrinas, los laberintos de la erudición, la reflexión filosófica y, de manera extraordinaria, la risa. Al fin y al cabo, el manuscrito desaparecido que busca Guillermo de Baskerville no es otro que segundo libro de la Poética de Aristóteles, dedicado a la risa. Su amor al libro era pleno. A la manera de Borges, asumió también que, “si Dios existiera, sería una biblioteca”. Conocimiento, sabiduría y eternidad.

En el nº 2.979 de Vida Nueva

 

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