Las obras de misericordia (1): visitar y cuidar a los enfermos

De Damián de Molokai a Madre Soledad, vida y obra de algunos santos samaritanos

portada Pliego Obras de misericordia Visitar a los enfermos 2974 enero 2016

JOSÉ RAMÓN AMOR PAN, doctor en Teología Moral y especialista en Bioética | Los enfermos, sobre todo los crónicos y los terminales, son personas que, con temor y temblor, han emprendido un viaje. Quieren que alguien les atienda, les consuele, les tome de la mano para afrontar a su lado esta travesía. No es fácil. Hay muchas tinieblas, mucho dolor, mucho desgaste. Quien quiera ser cirineo, tiene que afrontar primero su propia debilidad; y estar dispuesto a llegar hasta el final del camino, sin medias tintas, sin mediocridades. Cuando alguien me pregunta en qué consiste el cristianismo, siempre pienso en la parábola del buen samaritano (Lc 10, 29-37). Esta es una de las parábolas más provocadoras. ¿Qué soy yo: samaritano o levita?

Como recordó Benedicto XVI en el ángelus del 5 de febrero de 2012, “la liberación de dolencias y enfermedades de todo género constituyó, junto con la predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública”. La atención a los enfermos, a los ancianos y a los discapacitados ha estado presente siempre en la vida de la Iglesia, ocupando un lugar central.

El otro pasaje evangélico que viene una y otra vez a mi oración, para tratar de hacerlo vida aun consciente de mis limitaciones, de mi pecado, es el capítulo 25 de san Mateo, que integra dentro de sí la parábola de las diez vírgenes, la parábola de los talentos y el relato del Juicio final. ¿Estoy vigilante? ¿Utilizo diligentemente las capacidades que Dios me ha dado? ¿Reverencio a Cristo en los desvalidos?

Una orientación en la vida

Nos resulta fácil consolarnos a nosotros mismos y contestar que sí, porque vamos a misa, rezamos, damos nuestras limosnas a la Iglesia, a Cáritas y a Misiones, porque nuestras manos están limpias (ni robo ni mato). No obstante, la vida no es tan simple, y los hermanos que sufren están ahí, así como mis cobardías, indolencias, indiferencias e hipocresías. No podemos escapar a la palabra del Señor.

Y así como sabemos de memoria los siete sacramentos, también deberíamos poner empeño en aprendernos los siete dones del Espíritu Santo, las siete virtudes capitales (y sus respectivos pecados capitales) y las catorce obras de misericordia (siete corporales y siete espirituales). Durante demasiado tiempo la memoria ha estado injustamente desprestigiada en el ámbito catequético, cuando lo cierto es que estas cuestiones hay que saberlas de memoria, porque, en caso contrario, difícilmente van a servir de orientación en el camino de la vida; y tampoco servirán de espejo en el que mirarse para apreciar en qué se ha fallado, inspirar nuestro arrepentimiento y facilitar una saludable recepción del sacramento de la reconciliación.

Los santos como modelo

Los santos han contribuido como nadie a encarnar el rostro de la misericordia. Ellos son obras de misericordia andantes. He de confesar que una de las cosas que más bien me ha hecho a lo largo de mi vida, sobre todo en los momentos más oscuros y amargos, ha sido la lectura de vidas de santos. Son uno de los instrumentos pastorales más valiosos, y me sorprende el poco aprecio que algunos agentes de pastoral le tienen a este género literario.

Por eso, voy a presentar un pequeño ramillete de hombres y mujeres que vivieron hasta la extenuación esta primera obra de misericordia. Ellos nos estimulan con su ejemplo en el camino de la vida y nos ayudan con su intercesión. Son modelos de vida, algo que tanto necesitamos. El criterio de elección que he seguido es bien sencillo: todos ellos han contribuido a forjar mi espiritualidad.

  • San Damián de Molokai.
  • San Juan de Dios.
  • San Benito Menni.
  • Santa Teresa Jornet y Don Saturnino López Novoa.
  • San Camilo.
  • Santa María Soledad Torres Acosta.

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