Francisco pide a Europa que venza el “miedo” a los refugiados

Exige a los diplomáticos “garantizar la acogida a los migrantes”

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Francisco, en el medio de la Sala Reggia del Palacio Apostólico, en su discurso ante el Cuerpo Diplomático

Francisco: “La Santa Sede no dejará de trabajar para que la paz llegue a los extremos de la tierra”

ANTONIO PELAYO (ROMA) | La Sala Reggia del Palacio Apostólico era, desde el siglo XVI, el salón donde los papas recibían a los soberanos, príncipes y embajadores en visita oficial. Es un recinto cuyas paredes fueron decoradas con frescos que ilustran glorias históricas del papado como la vuelta de Gregorio XI de Avignon, la reconciliación entre Alejandro III y el emperador Federico Barbarroja o la batalla de Lepanto. En ella el Pontífice recibe al inicio de cada año al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede.

En este momento, la Santa Sede mantiene relaciones diplomáticas con 180 estados, a los que se unen la Unión Europea y la Soberana Orden Militar de Malta, así como el Estado palestino. En la mañana del 11 de enero, la amplia sala registraba un llenazo. Los embajadores y embajadoras, vestidos con sus mejores galas, habían ocupado sus puestos después de haber atravesado la sala ducal y recibido los honores de la Guardia Suiza. Francisco, acompañado del secretario de Estado, el cardenal Pietro Parolin; del secretario paras las Relaciones con los Estados, Paul R. Gallaguer; y del prefecto de la Casa Pontificia, Georg Gänswein; fue recibido con calurosos aplausos por los presentes. En nombre de todos le dio la bienvenida el decano del Cuerpo Diplomático, el embajador de Angola, Armindo Fernandes do Espirito Santo Vieira.

El discurso del Papa fue este año especialmente largo (su lectura le empleó 45 minutos). En la primera parte hizo un recorrido por algunos de los acontecimiento del año apenas transcurrido, como la excepcional apertura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia en Bangui, la capital de la República Centroafricana, donde, dijo, se ha abusado del nombre de Dios para cometer injusticias: “Solo una forma ideológica y desviada de la religión puede pensar que se hace justicia en nombre del Omnipotente masacrando deliberadamente a personas indefensas, como ocurrió en los sanguinarios atentados terroristas de los últimos meses en África, Europa y Oriente Medio”.

La segunda y más extensa parte de su alocución la dedicó Bergoglio a una reflexión “sobre la grave emergencia migratoria que estamos afrontando para discernir sus causas, plantear soluciones y vencer el miedo inevitable que acompaña a un fenómeno tan consistente e imponente”.

Después de afirmar que “se hace necesario un compromiso común que acabe decididamente con la cultura del descarte y la ofensa a la vida humana de modo que nadie se sienta descuidado u olvidado y que no se sacrifiquen más vidas por falta de recursos y, sobre todo, de voluntad política”, Francisco renovó su llamamiento “a detener el tráfico de personas, que convierte a los seres humanos en mercancía, especialmente a los más débiles e indefensos. Permanecerán siempre indelebles en nuestra mente y en nuestro corazón las imágenes de niños ahogados en el mar, víctimas de la falta de escrúpulos de los hombres y de la inclemencia de la naturaleza. Quien logra sobrevivir y llegar a un país que lo acoge, lleva permanentemente las profundas cicatrices provocadas por esas experiencias, además de las producidas por los horrores que acompañan siempre a las guerras y las violencias”.

En este momento de su discurso, quiso dedicar una reflexión a Europa, “que se ha visto afectada por un flujo masivo de prófugos que no tiene precedentes en la historia reciente, ni siquiera al final de la Segunda Guerra Mundial. Muchos emigrantes procedentes de Asia y de África ven a Europa como un referente por sus principios, como la igualdad ante la ley y por sus valores inscritos en la naturaleza misma de todo hombre, como la inviolabilidad de la dignidad y de la igualdad de toda persona, el amor al prójimo sin distinción de origen y pertenencia, la libertad de conciencia y la solidaridad”.

Consciente de la magnitud del problema, Bergoglio afirmó que “los desembarcos masivos en las costas del Viejo Continente parece que ponen en dificultad el sistema de acogida construido sobre las cenizas del segundo conflicto mundial, que sigue siendo un faro de humanidad al cual referirse”.

“Sin embargo –aseguró con rotundidad– no podemos consentir que se pierdan los valores y los principios de humanidad, de respeto por la dignidad de toda persona, de subsidiariedad y solidaridad recíproca, a pesar de que pueden ser en ciertos momentos de la historia una carga difícil de soportar. Deseo reiterar mi convicción de que Europa, inspirándose en su gran patrimonio cultural y religioso, tiene los instrumentos necesarios para defender la centralidad de la persona y encontrar un justo equilibrio entre el deber moral de tutelar los derechos de sus ciudadanos, por una parte, y, por otra, el de garantizar la asistencia y la acogida a los emigrantes”.

Una acción coordinada

El Santo Padre insistió en que “es importante que no se deje solas a las naciones que se encuentran en primera línea haciendo frente a la emergencia y es igualmente indispensable que se inicie un diálogo franco y respetuoso entre todos los países implicados en el problema (de origen, tránsito o recepción) para que, con mayor audacia creativa, se busquen soluciones nuevas y sostenibles. En la coyuntura actual, en efecto, los estados no pueden pretender buscar por su cuenta dichas soluciones, ya que las consecuencias de la opciones de cada uno repercuten inevitablemente sobre toda la comunidad internacional. Se sabe que las migraciones constituirán un elemento determinante del futuro del mundo, mucho más de lo que ha sido hasta ahora, y que las respuestas solo vendrán como fruto de un trabajo común que respete la dignidad”.

Refiriéndose a las implicaciones culturales y religiosas de la emigración, el Papa recordó que “el extremismo y el fundamentalismo se ven favorecidos no solo por una instrumentalización de la religión en función del poder, sino también por la falta de ideales y la pérdida de identidad, incluso religiosa, que caracteriza dramáticamente al así llamado Occidente. De este vacío nace el miedo que empuja a ver al otro como un peligro y un enemigo, a encerrarse en sí mismo enrocándose en sus planteamientos preconcebidos. El problema migratorio plantea un desafío cultural que no se puede dejar sin responder. La acogida puede ser una ocasión propicia para una nueva comprensión y apertura de mente, tanto para el que es acogido y tiene el deber de respetar los valores, las tradiciones y las leyes de la comunidad que le acoge, como para esta última, que está llamada a apreciar lo que cada emigrante puede aportar en beneficio de toda la comunidad”.

En el nº 2.972 de Vida Nueva

 

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