Cuarenta años de una homilía orientadora

Nuestra Iglesia de la segunda mitad del siglo XX desarrolló una evolución sorprendente, aunque, a menudo, dividida y desconcertada por motivos eclesiales y políticos, y supo acompañar en los gozos y esperanzas, en las tristezas y las angustias, a los españoles de su tiempo, sobre todo a los pobres y afligidos. No fueron tiempos fáciles, porque la sociedad estaba cambiando aceleradamente en sus concepciones sociales, políticas y religiosas.

La práctica religiosa y el número de vocaciones aceleró su declive y el cambio de mentalidades se apresuró al ritmo del existente en los países europeos. Conmocionados por los fusilamientos de septiembre de 1975, conscientes de que el cambio político no podía retrasarse, los católicos mostraban su disposición a seguir la invitación de Pablo VI a favor de una reconciliación real de los espíritus, tanto en el interior de la comunidad eclesial como entre los españoles en general.

Ya antes de la muerte de Franco, por ejemplo, en el importante documento La Iglesia y la comunidad política (1973), los obispos se habían comprometido con el cambio, aceptando sin reticencias el fin de la confesionalidad oficial y la reforma política. Por otra parte, debemos recordar que a la muerte de Franco la Iglesia gozaba de un amplio reconocimiento en las élites sociales por la actitud de los obispos en los últimos años, por la simpatía mostrada por su clero por la remodelación fundamental de la presencia de la Iglesia en la sociedad y, de manera especial, por la participación de algunas sociedades apostólicas en los movimientos de protesta y de apoyo a las inquietudes obreras y vecinales.

No es comprensible la Transición sin tener en cuenta la actitud de la JOC, la HOAC y de innumerables parroquias apoyando medidas que afrontasen las dificultades de los obreros y otras minorías sociales. Es decir, en 1975 la Iglesia gozaba de credibilidad en amplios estratos de la población.

A la muerte de Franco, surgieron dos preguntas en los ámbitos político-sociales y eclesiales madrileños: quién celebraría el funeral del general, y qué oficiante y qué ceremonia religiosa acompañarían los inicios del nuevo reinado. Con satisfacción de ambos, el cardenal Marcelo Gonzalez ofició el aparatoso funeral y el cardenal Tarancón presidió la misa solemne en los Jerónimos, opción litúrgica elegida por Juan Carlos I, de la que el 27 de noviembre se cumple su 40º aniversario.

Inicio de una nueva historia

Sin prepararlo ni preverlo, esta misa constituyó una rareza política y una manifestación de la aceptación generalizada de la Iglesia. En la ceremonia del juramento y proclamación del Rey en las Cortes, los procuradores, sus invitados y las palabras del presidente, Alejandro Rodríguez de Valcárcel, constituyeron el final de un régimen autocrático, al que no asistió ningún representante de países democráticos. Sin embargo, en la misa de San Jerónimo el Real asistieron todos ellos, además de los invitados de los Reyes, en una imagen que representaba el inicio de una nueva historia.

En vísperas de la ceremonia, por la tarde, se reunieron en casa de Tarancón el periodista del Ya Luis Apostua, José María Martín Patino, Olegario González de Cardedal, José Luis Martín Descalzo y Fernando Sebastián. Durante horas debatieron y matizaron lo que se debía decir en la homilía del día siguiente. Al anochecer, Tarancón pidió a Sebastián que con todo aquel material elaborara la homilía.

Fue una homilía-programa, ampliamente difundida en el país y en el extranjero, donde Tarancón ofreció con decisión la desinteresada colaboración de la Iglesia, al tiempo que expresó lo que esta deseaba para el futuro. Afirmó que la Iglesia no patrocinaba ninguna opción ni ideología política, ni permitiría que nadie se apropiase de ese nombre para sus intereses. No pidió para ella ningún privilegio, sino que se reconociese la libertad que proclamaba para todos. Pedía la Iglesia que el Rey lo fuese de todos, que se restableciesen los derechos humanos y que las estructuras jurídico-políticas favoreciesen la participación ciudadana.

“La fe cristiana no es una ideología política ni puede ser identificada con ninguna de ellas, dado que ningún sistema social o político puede agotar la riqueza del Evangelio, ni pertenece a la misión de la Iglesia presentar acciones o soluciones concretas de gobierno en los campos temporales de las ciencias sociales, económicas o políticas. (…) Para cumplir su misión, señor, la Iglesia no pide ningún privilegio. Pide que se le reconozca la libertad que proclama para todos; pide el derecho de predicar el Evangelio entero, incluso cuando su predicación puede resultar crítica para la sociedad concreta en que se anuncia; pide una libertad que no es concesión discernible o situación pactable, sino el ejercicio de un derecho inviolable de todo hombre. (…) Pido, finalmente, señor, que nosotros como hombres de Iglesia, y vos como hombre de gobierno, acertemos en unas relaciones que respeten la mutua autonomía y libertad, sin que ello obste nunca para la mutua y fecunda colaboración desde los respectivos campos”.

Tarancón trató con sencillez expresiva que quedara claro el papel de la Iglesia desde el inicio de la nueva etapa política, que se comprendiese qué se debía pedir a la Iglesia y que podía dar esta. No se le podían pedir apoyos políticos o coberturas morales, pero ofrecía su colaboración cordial en todo lo necesario para el provecho y la realización del bien común de los ciudadanos. Los católicos eran conscientes de la importancia de situar adecuadamente a la Iglesia en una hora de cambios tan transcendentales, y los tres conceptos claves que sobresalen en la homilía son: independencia, respeto y colaboración.

Actitudes del Vaticano II

No se trataba de actitudes nuevas. Las encontramos en los documentos y en tantos parlamentos del Concilio Vaticano II, en las respuestas a la encuesta al clero español de 1969, en la Asamblea Conjunta de 1971 y en las preocupaciones de los católicos españoles que en esa época dedicaron su tiempo e ilusión a las diversas organizaciones apostólicas.

Pocos días más tarde, del 15 al 20 de diciembre, en la XXIII Asamblea del Episcopado, el cardenal Tarancón planteó la necesidad de orientar a los cristianos en su acción política del futuro ya cercano y propuso que la Iglesia rechazase su apoyo tanto a la política establecida como a la oposición.

Históricamente, no ha existido en España un partido confesional relacionado con la Iglesia, como existía en Italia, pero esta pretensión de neutralidad suponía una llamativa novedad que podía ser comprendida a la luz de las experiencias vividas por los cristianos españoles tras el Vaticano II, pero que fue utilizada como arma arrojadiza por cuantos no aceptaban el espíritu conciliar y terminaron dominando la Iglesia española, gracias al apoyo de Juan Pablo II, a partir de los años 80.

El espíritu eclesial de la Transición, que es el del Concilio, el de Pablo VI, el de la Asamblea Conjunta y el de la homilía de los Jerónimos, perduró hasta el final de la presidencia de Díaz Merchán, a mediados de los 80. Martínez Somalo en Roma y sus testaferros, los nuncios Innocenti y Tagliaferri, y los cardenales Suquía y Rouco, representan un premeditado vuelco no del taranconismo, sino de la recepción ilusionada e inmensamente generosa del Vaticano II por gran parte del clero y de los creyentes españoles.

Se les achacó a los llamados taranconianos la pérdida en número e influencia del cristianismo español por la supuesta actitud timorata y acomodaticia con la política y la cultura moderna. Y no dudaron en señalar esta diferencia con la postura enérgica y valiente de los prelados polacos. Tras 30 años de dominio implacable de este talante, el cristianismo español es mucho más pobre y confuso. Solo la ilusión provocada por el papa Francisco y su decidida defensa del significado del Vaticano II puede recomponer una Iglesia que vuelva a intentar vivir en comunión y diálogo entre sus miembros y con sus conciudadanos.

En el nº 2.965 de Vida Nueva

 

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